En 1923 se estrenó el misterio de la Bofetá que abrió la puerta grande de la Semana Santa para Castillo Lastrucci l Su fama se amplió con el grupo de la Virgen del Dulce Nombre y San Juan

EL misterio de la Bofetá cambió la vida del escultor Antonio Castillo Lastrucci. Nunca sabremos cómo hubiera sido su trayectoria artística si no hubiera tallado esas imágenes. Está considerado como el autor más prolífico del siglo XX. Sin embargo, detrás de Castillo Lastrucci hay una historia sorprendente, que es también la de la Bofetá y el Dulce Nombre. Había sido un escultor profano antes que imaginero religioso, como ocurrió con otros artífices en la Sevilla de principios del siglo XX. Castillo Lastrucci nació en 1878 y fue uno de los discípulos predilectos de Antonio Susillo, el gran escultor de aquella época.

Eran años en los que Antonio Castillo Lastrucci y otros imagineros del momento, como Joaquín Bilbao, se abrían camino con unos preceptos artísticos a la sombra de Susillo y de la escultura europea. Castillo era un admirador de Auguste Rodin, al que siguió posteriormente (e incluso imitó) en el movimiento y las composiciones de algunos de sus pasos. Castillo había ganado premios de escultura en Sevilla. En 1915, en tiempos difíciles de la Primera Guerra Mundial, estuvo aprendiendo en París, con una beca de la Diputación, y después en Madrid.

Cuando volvió a Sevilla como escultor componía obras profanas al gusto de la época, con figuras taurinas y costumbristas, entre otras. Tenía el taller en la sombrerería de su padre. Abrió una academia de escultura junto al actual templo del Gran Poder (entonces el Señor recibía culto en su capilla de San Lorenzo), y le duró apenas un año y medio, por la falta de ingresos. En 1922, cuando ya tenía 44 años y un pasado como escultor, recibió el encargo que cambió su vida. También iba a cambiar, con el transcurrir del tiempo, gran parte de la imaginería de la Semana Santa sevillana y andaluza. Ese encargo fue el nuevo misterio de la Bofetá, con Jesús ante Anás.

Las primeras reglas de esta cofradía fueron aprobadas, en noviembre de 1919, por el cardenal Almaraz. Alfredo Estrada, junto a un grupo de cualificados cofrades sevillanos de la época, había tenido la iniciativa de reorganizar una antigua cofradía extinguida. Antaño, entre sus titulares, estuvo el Cristo del Mayor Dolor, así como unas imágenes que permanecían casi abandonadas en el Beaterio de la Trinidad. Esas imágenes presidieron la primera función, que fue oficiada en diciembre de 1919 por el canónigo Muñoz y Pabón.

Las imágenes eran pequeñas. El Martes Santo de 1920 salieron por vez primera con dos pasos. En el primero, que había sido cedido por las Siete Palabras, iba la antigua talla del Señor. En el segundo, con enseres cedidos por otras hermandades, iba la Virgen. Curiosamente, las túnicas que vestían los nazarenos en esa primera salida eran las antiguas de la Hermandad de la Cena.

En 1921 se produjo otro hecho singular. Fue el estreno de unas nuevas imágenes. El misterio estaba presidido por el Señor que talló Ángel Rodríguez Magaña. Este imaginero había formado un grupo escultórico con siete cabezas y juegos de manos que transformó en Anás, dos consejeros, un testigo falso, dos soldados y un criado. Salieron en el paso que compraron a la Hermandad de la Cena.

La cofradía prosperaba poco a poco, con dificultades. Pero a partir de entonces experimentaría una revolución en su patrimonio artístico. En 1922 ya había estrenado un nuevo palio bordado, realizado en el taller de Juan Manuel Rodríguez Ojeda. Y ese mismo año adoptaron una decisión drástica. Las imágenes  que salían eran de escasa valía artística, por lo que la hermandad acordó encargar un nuevo misterio al escultor Antonio Castillo Lastrucci, aquel discípulo de Susillo y admirador de Rodin, que luchaba por abrirse paso en Sevilla. Iba a realizar sus primeras obras para la Semana Santa. Por aquel misterio cobró 10.000 pesetas.

El Martes Santo de 1923, cuando abrieron las puertas de San Román, Sevilla se iba a encontrar con una obra impactante, que definía el estilo de un nuevo imaginero. En el misterio de la Bofetá destacaba el atrevimiento estético del autor, al representar el momento en que un judío va a abofetear a Jesús, en presencia de Anás, rodeado de otros judíos y sanedritas (que son los falsos testigos) y de un soldado romano.

El dinamismo del misterio, su representación plástica, el vitalismo, que evoca la influencia de Auguste Rodin, causó admiración en Sevilla. Casi eclipsó el otro gran estreno de aquel año: el manto de la Virgen del Dulce Nombre, bordado asimismo en el taller de Juan Manuel Rodríguez Ojeda. Tanta fue la admiración que la hermandad le encargó a Castillo Lastrucci la ejecución de una nueva Virgen del Dulce Nombre, a la que acompañaría San Juan. El imaginero percibió 3.000 pesetas por la Virgen y regaló el santo.

El misterio de la Bofetá le abrió la puerta grande de la Semana Santa de Sevilla. Una fama que amplió con el grupo de la Virgen del Dulce Nombre y San Juan. Otras cofradías sevillanas se fijaron en él. A finales de la década serían estrenados dos misterios que le consagraron como el gran especialista en esas iconografías: el Señor y el misterio de la Presentación al Pueblo, de San Benito (1928); y las figuras de Pilatos, Claudia Prócula, un esclavo negro, dos judíos y romanos para el misterio de la Sentencia, de la Macarena (1929), con el que fue sustituido el anterior, el de la Barbería, vendido a la cofradía de la Yedra, de Jerez de la Frontera.

Pero el éxito de Antonio Castillo Lastrucci había empezado en 1923, con el misterio de la Bofetá. Aquella tarde en que deslumbró a Sevilla cuando sus imágenes salieron de San Román. Con el tiempo trabajó mucho, en un taller sobredimensionado. Pero no se debe perder la perspectiva de que fue un gran escultor. Hoy lo podrán ver, una vez más, cuando la Bofetá salga de San Lorenzo.

José Joaquín León