l Al llegar el final de una Semana Santa tan distinta y tan difícil nos acordamos de la Soledad l La Virgen no saldrá a las calles, que se quedarán tan vacías como la Cruz

NO hay Semana Santa en las calles de Sevilla. Aunque hemos celebrado estaciones virtuales, aunque hemos recordado las procesiones de otros años, aunque hemos buscado el consuelo de los recuerdos. La Pasión se queda en el interior de los templos, donde Cristo morirá para resucitar. Termina la Semana Santa y empezará el tiempo florido de la Pascua, como la llama que se enciende en los cirios. ¿Y en las calles? Sólo nos ha quedado la soledad.

La cruz estaba vacía. Colgaba un sudario como testimonio de una ausencia. Horas después, el viento lo seguía meciendo, con ráfagas de rabia. Después del último grito y del terremoto, la tarde había dejado un eco atroz y tormentas en el alma de cuantos lo contemplaron. Horas después, el cadáver fue descendido y amortajado. Lo trasladaron a un sepulcro para enterrarlo en silencio, para que durmiera el sueño de los justos. Había prometido que resucitaría, pero ¿quién podía pensar en eso, después de tantos sufrimientos?

Al pie de la cruz se quedó la Madre. Estaba dolorosa, lagrimosa… Siete cuchillos que nadie veía se le clavaron como puñales en el corazón. ¿Quién podía sentir un dolor comparable al suyo? Quizás nadie. Pero, ¿a quién le importaba eso, en esas horas estremecidas por las tinieblas? Ella estaba inevitablemente sola. A solas con su Soledad, y nada más que esa Soledad existía entonces en el mundo.

Se quedó al pie de una cruz, que también estaba sola. Alrededor ya no había nada, ni nadie. El tiempo no tenía horas, se atascó y no avanzaba, se había quedado colgado como un pájaro negro entre unas ramas sacudidas por el viento. La Virgen seguía meditando en todas las cosas que guardaba en su corazón. Pero el corazón estaba traspasado por los cuchillos de la pena. Sentía el peso del dolor, que la hacía gemir. Brotaban de sus ojos unas lágrimas purísimas, con un brillo que nadie veía, porque estaba a solas con su Soledad.

Todos los años, al terminar la Semana Santa de Sevilla, esa Virgen salía a las calles. A veces las veía abarrotadas, como en otros tiempos las vio vacías. Ella sabía que aquellos eran también sus hijos. ¿Qué pensarían esas personas que habían salido a las calles? Unos a rezar, otros a pedirle consuelo, unos a ver, otros a no entender. La mirada de la Soledad no se cruzaba con ninguna. La mirada de la Soledad parece que se está perdiendo en el vacío. Y, sin embargo, va entrando en los corazones cuando la miramos de verdad a los ojos. Parece que no ve nada, pero se ha dado cuenta de todo.

Al final de la noche, la plaza de San Lorenzo estaba en penumbra. Joaquín Romero Murube, que fue su escritor y su devoto, lo resumió mejor que nadie, en las líneas inolvidables de un libro: “Va casi sola en su dolor. Silencio, fin, agotamiento”.

Es lo que perdura esa noche en la plaza a oscuras, mientras las luces de su paso avanzan e iluminan las tinieblas. El silencio apenas es roto, en intervalos, por el canto de las saetas, que salen de unas voces más roncas que nunca. El final es inevitable, subraya la dimensión acotada del tiempo, que se nos ha escapado entre los dedos, y se nos acaba al poco de haber empezado, confirmando la impotencia de las sensaciones terrenas. El agotamiento es la consecuencia de una Semana Santa que se acaba, y que se reducirá a la oscuridad, en cuanto la Soledad pase el cancel y deje a cada cual con sus soledades. Entonces la puerta se cerrará, pero quedará la certidumbre de que Ella nos espera al otro lado.

En ese lado permanece este año, tras la reja de su capilla. Las sillas no se apilarán contra las aceras. Las sillas no crujirán con ese redoble amargo que anuncia el final de otra Semana Santa. En la noche oscura del alma, no podremos ir en soledad al lado de la Soledad. No llegará a la plaza de San Lorenzo, cuando las campanadas del Domingo de Resurrección repiquen en las espadañas de Sevilla.

Soledad en los tiempos del coronavirus. Soledad de la que ha sufrido todas las soledades. Soledad que no necesitó salir en busca de nadie, porque los recuerdos de todos permanecían con Ella. Soledad que ha amortajado el último tránsito de los muertos, que les ha abierto esa puerta que se cierra detrás de Ella cuando acaba el Sábado Santo. Soledad que se ha quedado al pie de la cruz, sin nadie, como los que no han podido acompañar a sus muertos.

En este Sábado Santo, la Soledad se cubre de nostalgias, no sale a las calles. Soledad que se vive en su crudeza, sin recorrer el camino más corto.

José Joaquín León