LA belleza puede ser el camino más corto para llegar a Dios. O, al menos, para acercarnos. Algunos pensarán que el camino más corto es el amor. Pero no hay nada más bello que el amor y la entrega absoluta. La muerte de Manuel Palomino ha sembrado la tristeza en la víspera del primer viernes de marzo, cuando se dispone Jesús Nazareno para la veneración, y la mítica vira de sol dorado, que glosó Joaquín Romero Murube, nos anticipa la cercanía de la Semana Santa. Palomino fue mucho más que el gran prioste que ejerció como maestro de priostes. Palomino fue un prototipo del cofrade total, en su caso más proclive a la práctica que a las teorías. Su legado es inmenso, porque marcó un antes y un después. Para lo que se hace y para lo que ya no se volvió a hacer.

Manuel Palomino no surgió por casualidad. Como se ha recordado estos días, aprendió con Miguel Román. Palomino se formó en la Archicofradía del Silencio, en los años 70 y 80 del siglo pasado. Esta hermandad, que era de familias de apellidos ilustres, se abrió a los tiempos para extender las esencias. En aquellos años, era en verdad la Madre y Maestra, y no por la antigüedad, sino por el Magisterio, que ejercieron cofrades de pata negra, y no sólo en las artes cofradieras, como Palomino, sino en la gestación de la Semana Santa contemporánea. Cofrades de tertulias en los fraternales refrigerios del atrio de San Antonio Abad, en las tardes posteriores a la Misa del Azahar, cuando se resucitaba todo lo vivido durante la Semana Santa. Aquello lo vivimos y fue inolvidable; y lo mejor de ahora no se entiende sin esos años, cuando se aclararon conceptos y se frenaron algunos extravíos.

Palomino no fue un inventor ni un continuista. Fue el impulsor del canon, de lo clásico. Se ha discutido qué es lo clásico en la Semana Santa. No es lo inmóvil, sino lo que se adapta y se recrea para intentar mejorarlo. Es lo que hizo Palomino con los ramilletes bicónicos del Valle. No eran un invento, ni una imitación de los que ponía a la Inmaculada en el Corpus, sino que recuperó la estética que se aprecia en algunas viejas fotos de principios del siglo XX,  aunque entonces eran mucho más pobrecitos.

Con varios artículos que escribí, gracias a los consejos de Manuel Palomino y Juan Martínez Alcalde, acabamos con casi todas las esquinas de gladiolos en los pasos de palio, en apenas dos años. Lo recuerdo como curiosidad. Su aportación a la floristería fue impagable. La recuperó, la cambió y la renovó, cuando había amenazas de selva virgen, como contrapunto a la pobreza posconciliar. San Bernardo fue otro modelo.

Sus altares de culto crearon escuela. La cera subía hasta donde permitían los párrocos, si los hubiere. En el arte de vestir imágenes, prefirió la sobriedad, como demostró en Santa Marta. Y fue decano del gremio de los turiferarios, creando otra escuela, con seguidores de las fórmulas secretas del incensario. Verlo correr, al filo de la madrugada, tras entrar la Virgen del Valle, para sumarse al cortejo de su Virgen de la Concepción, era una estampa inolvidable.

El legado de la belleza que deja Manuel Palomino se quedará para siempre, como luz que ilumina a María Santísima, como incienso que perfuma los pies benditos del Nazareno cuando llega marzo.

José Joaquín León