VIVIMOS en un país sin tradición democrática. Hasta que murió Franco, aquí la democracia se consideraba como un milagro. Las dos repúblicas duraron un suspiro de la historia cada una y la monarquía estaba sometida a vaivenes autoritarios. A partir de la Ley de Amnistía, las primeras elecciones democráticas y la Constitución de 1978 (ratificada en un referéndum), parecía que se abría un periodo de consenso para superar el cainismo de las dos Españas. Con el tiempo, en vez de profundizar en la concordia, en vez de buscar la prosperidad de los ciudadanos, se ha vuelto a las andadas: polarización y extremismo. Al llegar estas fechas, se monta el paripé de los presupuestos: los de España, los de Andalucía y los municipales. Y los sindicatos y los empresarios no alcanzan acuerdos para las reformas.

Existe una gran incapacidad para pactar. En Alemania van a gobernar los socialdemócratas en coalición con los liberales y los ecologistas. Antes habían gobernado los demócratas cristianos y los socialdemócratas, presididos por Angela Merkel. En España, por el contrario, triunfa la teoría de que el PSOE sólo puede pactar a su izquierda, y no sólo con los comunistas, sino con los independentistas, e incluso con los que apoyaron el terrorismo etarra. Mientras que el PP sólo puede pactar con los restos del naufragio de Ciudadanos y le queda a su derecha Vox, que juguetea al extremismo ultraderechista de otros países europeos. Es utópico alcanzar acuerdos de estabilidad entre el PP y el PSOE. Sólo para el reparto de influencias y cargos.

La culpa no es sólo de los partidos, sino también de los votantes. En las urnas no se premia la moderación, ni se castiga el populismo. Desde que gobierna Pedro Sánchez, el país está más fragmentado y dividido. Es como una muñeca rusa: dentro del problema hay otro problema, que crea un nuevo problema, y después uno más, y así es imposible solucionar nada. Pues los pactos requieren flexibilidad de las dos partes.

La pantomima de Andalucía es un ejemplo. Cada partido actúa en función de sus intereses electorales, sin pensar en los andaluces. El egoísmo se traslada a la negociación del Gobierno con los sindicatos y partidos, en momentos donde la subida de costes entorpece la creación de empleo. Otro ejemplo es el conflicto del Metal de Cádiz. Aparte de la escenografía radical, la incapacidad para pactar es evidente. Se negocia a “lo que yo quiero o nada”.

Salir así de una crisis parece imposible. Es decepcionante este panorama.

José Joaquín León