NO se sabe por qué, en Cádiz hablan y escriben mucho de los curas hasta los ateos. De los curas casi todo el mundo escribe mal, excepto yo, que casi siempre escribo bien. Aunque al obispo Antonio Dorado le entregaron un artículo que yo escribí en ABC, donde lo criticaba, y que se titulaba El obispo mayordomo. Lo supo encajar con deportividad, que es lo mejor para que después se escriba bien del aludido. Me ha llegado un libro de José Antonio Hernández Guerrero, titulado El regreso de los profetas, publicado por la Diputación de Cádiz, uno de los pocos organismos oficiales que todavía publican libros. Aborda un relato imaginario de lo que pasó “en los seminarios, los noviciados e incluso los conventos de clausura”, en aquellos años del Concilio Vaticano II. Según los cofrades, aquellos años en los que se dedicaron a construir templos con el requisito previo de que no pudiera salir un paso por la puerta.

EL ministro Óscar Puente va a dejar a Cádiz sin un puente. En concreto, sin el puente Carranza. Vaya por delante que la obra es imprescindible. Basta con pasear por debajo del puente, en un barco, para que se te pongan los vellitos de punta. En Génova (Italia) se derrumbó el puente Morandi, que estaría en cochambroso estado, mejorando lo presente. El puente Carranza sigue abierto al tráfico, pero da vergüenza de verlo. Por cierto, todavía no se ha explicado bien por qué una ley de Memoria obliga a cambiar el apellido Carranza en el estadio y lo mantienen en el puente. Alguien ha mentido. Pero lo que importa ahora es el puente que nos va a cerrar el Ministerio de Óscar Puente. Obras necesarias, aunque en fechas pésimas, por el retraso. Van a ser perjudiciales para Cádiz.

CAE la lluvia al otro lado de los cristales, con persistente monotonía, como en el poema de Antonio Machado. Caen los que fallecen en un Cádiz que se pierde, uno tras otro, con una monotonía que abruma. Ya nada está donde estuvo, ni nadie sigue en su lugar. Ni siquiera doblan campanas en el Carmen, San Antonio, o la Castrense por un barrio del Mentidero que ya no es el que era, ni tiene a los que tuvo. Ya no escribe ningún poema Gitanilla, ni entra o sale nadie en la redacción y los talleres del Diario de Cádiz. En la calle Ceballos, donde teníamos los despachos, ahora existe un supermercado. Y se nos ha ido también Paco Perea, que fue uno de los protagonistas de aquel Diario. Hoy el siglo XX ya se parece más al XIX, es sólo historia, alejada del presente.

SEGUIMOS en la octava civil del fallecimiento de Carlos Díaz. Al homenajear la trayectoria del primer alcalde de la democracia, resultaría injusto no elogiar sus aportaciones determinantes para las tres C de Cádiz: el Carnaval, las cofradías y el Cádiz CF. Desde luego, aquel alcalde no era el prototipo del gadita. Desde el minuto 1, le criticaron que había nacido en Sevilla. Vivía en Cádiz, y en Cádiz siguió tras su retirada. Cierto es que vivía en Bahía Blanca, que no está considerado el barrio más gadita. Y también es cierto que como sevillano era “fino y frío”, como los calificó Unamuno. No era miarma. Y, como gaditano, no era de rimas con Logroño, ni de romper horquillas, ni de gritar “esto es Cádiz…”, etcétera. Pero ahí quedó su aportación.

TRES días de luto oficial en Cádiz marcan el recuerdo del primer alcalde de la democracia. Carlos Díaz Medina pilotó un tiempo para la ciudad, que no fue sólo la transición desde la dictadura franquista a la democracia, sino el puente desde un Cádiz en blanco y negro a un Cádiz en color. El blanco y negro de las fotos se terminó con Carlos Díaz y el color empezó con Teófila Martínez. No lo escribo en peyorativo, porque el blanco y negro hoy está mejor considerado que nunca, se vuelve a las viejas fotos como se retorna a la nostalgia. Carlos Díaz fue el único alcalde posible para su tiempo. Fue un quijote que peleó contra los molinos de viento de la incomprensión. Hoy le alaban muchos que antes lo despreciaron.