En 2014 cuando canonizaron a Juan XXIII y Juan Pablo II coincidieron cuatro Papas en el Vaticano: los dos nuevos santos (en espíritu), además del Papa Francisco y el emérito Benedicto XVI. Entonces escribí un artículo con unas reflexiones que vuelven a ser válidas a su muerte.

El mundo elogió los nuevos aires que Francisco traía desde Buenos Aires. Pero a veces se olvida que no hubiera sido posible (al menos no todavía) sin el gesto más vanguardista que se ha dado en la historia de la Iglesia católica, con la renuncia voluntaria de un Papa, Benedicto XVI, que no se sentía con fuerzas para afrontar los duros retos que le marcaba el destino. Fue incomprendido en su momento, y lo peor es que lo sigue siendo.

Cumplía menos de ocho años como Sumo Pontífice, cuando inesperadamente, sin pompas ni circunstancias, anunció en latín que iba a dejar de ser Papa. Y lo hizo entre la general indiferencia, pues sólo una periodista se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. A partir de ahí, empezaron las polémicas sobre algo de hondo calado: ¿puede dimitir el vicario de Cristo en la Tierra y no estar loco? ¿No sería más coherente que aceptara su cruz hasta el final?

Empezaron los rumores. Se dijo que había una conspiración. Se insinuó que padecía una enfermedad terminal. Ha pasado el tiempo, por lo que parece claro que no renunció ante la inminencia de una muerte presentida. Lo hizo porque sintió que lo debía hacer. Porque era mejor que lo hiciera. Porque se desapegó de su ego lo necesario para ver más allá. Quizá porque sintió una llamada dentro de sí, que le decía: "¡Hazlo!".

Benedicto XVI no ha sido un Papa más. Puede que no llegara a conectar con quienes son incapaces de leer sus obras sobre Jesús de Nazaret, quizá la principal aportación para que el hombre moderno conozca a Cristo desde su infancia hasta su muerte. Pero hay muchos que nunca lo conocerán a través de una lectura reflexiva. Hacía falta otro estilo, que no era el suyo. Más rompedor. También más simple y más directo; más básico, se podría decir. Porque, en el fondo, Francisco recuerda ante todo el "Amarás a Dios y a tu prójimo", según lo resumió Cristo; o el "Ama y haz lo que quieras" que planteó san Agustín. El amor de Benedicto XVI fue entregarse a sí mismo, elegir la humildad. Aunque eso, desde aquel momento, lo convirtió en un ser extraño, en un incomprendido. 

José Joaquín León