LA guerra del coronavirus parece que ha terminado. Aunque la OMS informó el pasado viernes que hay casi 40.000 muertes semanales por Covid en el mundo, de ellas la mitad en China. En Wuhan empezó todo y ahí quedó. Han pasado tres años desde que algunos visionarios alertaron del riesgo de una epidemia que se propagaría por el mundo. La historia, por reciente, es conocida, aunque se intenta olvidar. Según anunció la todavía ministra de Sanidad, Carolina Darias (que sustituyó en ese cargo al ahora líder del socialismo catalán, Salvador Illa), el Gobierno aprobará el 7 de febrero que las mascarillas no sean exigibles en el transporte público. Con ello se difunde el mensaje de que ya no hay peligro de contagios.

Las mascarillas son el símbolo de la pandemia de Covid 19. Recordemos que, al principio del confinamiento, cuando no las había, el presidente, Pedro Sánchez, dijo que no eran necesarias, y que bastaba con lavarse las manos. Hay grabaciones para recordarlo a los que tengan poca memoria histórica. Por falta de mascarillas, murieron muchos médicos y personal sanitario en los hospitales, muchos mayores en las residencias, y mucho personal en general, tanto de los esenciales, como de los prescindibles que teletrabajaban confinados.

Cuando llegaron mascarillas, desde China precisamente, las exigían para todo. Al principio, incluso para correr y practicar algunos deportes, hasta que entendieron que podía ser peor el remedio que la enfermedad. En los días de prohibición alta, hubo mascarillas a gogó. Se forraron criaturas de todos los colores políticos del arco iris, y sobre eso se ha corrido un estúpido velo. Ya nadie habla del primo de este, del cuñado de aquella, o de la señora de Quim, el ex presidente de la Generalitat, y sus amistades. Son cosas que pasan, gajes del oficio.

Después de tres años y cuatro dosis de vacunas, parece que las mascarillas ya no son necesarias. Sólo las exigirán en centros sanitarios. Tampoco es necesario informar de los muertos. En las fiestas navideñas, hemos visto de todo. Incluidas grandes aglomeraciones, donde la gente se hubiera contagiado a lo bestia, en otros tiempos. Y se debe reconocer que España ha sido uno de los países con más devoción por la mascarilla. En el resto de Europa ya no se utiliza.

Aparte de las mascarillas, nos hemos relajado. La gente se abraza, se besa, se da la mano después de estornudar cinco veces, y ya estamos como si nada. Pero aún nos falta algo: los besamanos que perdimos.

José Joaquín León