Es el último imaginero de la escuela clásica, el superviviente, el gran heredero de los maestros / Su recuerdo siempre quedará vivo a los pies de Guadalupe, la Virgen que le cambió la vida
ERA un niño que hacía figuritas de barro; y todavía era un chaval cuando sacó de un sueño a la Virgen de Guadalupe. Desde que nació hasta que murió Luis Álvarez Duarte fue imaginero. También escultor, e incluso pintor. Un extraordinario artista. Pero, a lo largo de toda su vida, durante más de 60 años de actividad, fue asimismo el amigo de la Virgen.
Como si Ella lo hubiera nombrado su imaginero oficial, siempre la tuvo presente. Cuando la talló con apenas 12 años, para su parroquia de San José Obrero. Cuando creó a Guadalupe, una Virgen más Niña que todas las vírgenes aniñadas de Sevilla. Cuando recreó a la Virgen del Patrocinio como si resurgiera de sus cenizas. Cuando restauró a la Esperanza de Triana y le dio esa nueva policromía con la que adquirió un aspecto irrepetible. Cuando creó otras Vírgenes para barrios alejados del centro, como el Polígono de San Pablo, Bellavista, Palmete o Rochelambert. Incluso cuando talló al Cristo de la Sed, allí estaba Ella, en su mirada, como si la buscara por las calles de Nervión. Incluso cuando, por fin, se quedó el verdadero Cristo de las Cinco Llagas, allí estaba Ella, en el sueño de Vida Eterna de ese Crucificado, que había sido acunado por la Esperanza trinitaria.
“Yo recuerdo, de chico, que hacía figuritas de barro. Me movía sobre todo por la zona de la Macarena y de la Trinidad. Cuando podía, hacía esas figuritas: de borreguitos, de pastores y personajes de belenes”. Esto me lo contó Luis Álvarez-Duarte y lo publiqué en el libro El niño imaginero, que él consideraba como su biografía canónica. Aunque, por encima de un recorrido por su vida y sus obras, era la crónica personal de un amigo.
Por eso, cuando me dicen “Tú eras su biógrafo”, yo siempre pienso que no, que era un amigo. Porque hice causa justa con él, cuando me di cuenta de que le ocurría lo mismo que a otras víctimas de la envidia, que es el mal del mediocre. Algunos querían menospreciar y minimizar su talento. Era el último gran imaginero vivo del siglo XX. Con él se van a la tumba muchos secretos del arte de la escultura. Ya nadie podrá hacer lo mismo que Luis.
Álvarez Duarte ha sido el último imaginero de la escuela clásica. En unos tiempos en los que se ha perdido el interés por la calidad de la escultura, fue el último superviviente, el gran heredero de los maestros. Yo escribí, en cierta ocasión, que aprendió con Francisco Buiza, en cuyo taller de la antigua Casa de los Artistas, en la calle Feria, le enseñó a modelar. Pero que, en realidad, Luis era el discípulo predilecto de Juan Astorga, al que no conoció personalmente, claro, por razones de la edad; pero que enseñó muchas claves a aquel niño que miraba embelesado a la Esperanza de la Trinidad, cuando iba a misa en su templo salesiano.
Luis Álvarez Duarte siempre trabajó a mano y a ojo, a pelo y sin máquinas, como un maestro de los siglos de oro. Tallaba la madera y modelaba, para hacerla divina, para convertirla en imágenes sagradas que movieran a rezar. No concebía una imagen de un Cristo, de una Virgen, o de un santo que no nos llamara a la oración. Por eso, en su taller de Gines mantenía con respeto máximo a las imágenes en proceso de creación, como si ya estuvieran bendecidas. Y quizás lo estaban: por la mano invisible del Dios de la madera.
Desde su infancia hasta su muerte ha transcurrido más de medio siglo dedicado a la imaginería. Aquel niño, que empezó en su más tierna infancia, ya no dejó de hacer figuritas que con el tiempo serían imágenes. Ha fallecido después de cumplir los 70 años, en plena actividad y en la cumbre de su madurez artística. Al final de un verano en el que no tuvo vacaciones, cuando estaba trabajando en un San José de talla completa, que consideraba como una imagen que sería revolucionaria, por su calidad y por la forma de tallarla, como en otros tiempos. La semana pasada hablé con él y me contó su entusiasmo por los proyectos que tenía pendientes.
Es imposible resumir todo lo que hizo. Nos ha dejado una ingente obra repartida por Sevilla y por su provincia, por Andalucía (tiene imágenes en todas las provincias y todas las capitales andaluzas), por España y la Humanidad. Son famosos el Cristo de los futbolistas que recibe culto en la Catedral de Buenos Aires (ante el que rezó el Papa Francisco en muchas ocasiones), y la Macarena de Nueva York, que es la más famosa de las muchas réplicas que hizo. Su muerte, prematura e inesperada, ha frustrado otros proyectos en curso, alguno incipiente, como la posibilidad de tallar un Cristo para la Catedral católica de Shanghái, en China, que ya no podrá hacer.
Atrás queda más de medio siglo de imaginero, muchos recuerdos de las cofradías de Sevilla, de Málaga, de Córdoba, de Cádiz, de Huelva, de Jaén, de Granada o de Almería, y de tantas ciudades, de tantos lugares, con una obra artística excepcional. Siempre fue una persona sencilla y humilde, nunca se le subió el arte a la cabeza. Trataba igual a los poderosos que a los pobres. Nunca fue cicatero para su obra artística. Algunas de sus mejores obras, desde el punto de vista artístico, están en pequeños pueblecitos, casi desconocidos. Su extraordinario Señor de la Columna, obra cumbre de madurez, se encuentra en la clausura del convento de las carmelitas descalzas de Alcalá de Henares.
Atrás queda también una vida con su familia, con su esposa Nani, con su hija Guadalupe, con su sobrino Iván, que para él fue como otro hijo. Y con sus amigos, que eran los que eran, porque no quería más de los que realmente le apreciaban, y porque no le interesaban ni los pelotas ni los mentirosos.
Atrás quedan muchos premios. Atrás queda una calle dedicada a Luis Álvarez Duarte en su barrio de San José Obrero, en donde vivió, en donde talló a la Virgen de Guadalupe, cuando era un niño desconocido. Esa calle la aprobó el Ayuntamiento en tiempos del alcalde Monteseirín y fue inaugurada por Zoido. Pero atrás queda también la vergüenza de que no le concedieran la Medalla de Andalucía al mejor imaginero contemporáneo, que además es autor de imágenes en las ocho capitales y las ocho provincias andaluzas. Unos por sectarismo en tantos años de poder, y otros por cobardía en su primer año. Se ha ido sin esa Medalla de Andalucía que se mereció, como tampoco le concedieron la de Sevilla, quizá porque ya tenía una calle dedicada.
Sin embargo, en la historia de la imaginería contemporánea, siempre seguirá vivo Luis Álvarez Duarte. Como estará vivo su recuerdo, a los pies de Guadalupe, donde volveremos a evocar su sonrisa de todos los Lunes Santos, cuando iba a ver a la Virgen que le cambió la vida.
Guadalupe ha tenido demasiada prisa por abrazar al niño imaginero, que fue capaz de convertir un trozo de madera en el milagro de un sueño, cuando se le apareció la Virgen y le enseñó su cara oculta, la más guapa y sencilla, la que tuvo la niña de Nazaret. Esa Niña de Guadalupe, que un niño imaginero convirtió en la Madre virginal de Dios.
José Joaquín León