Hoy empieza una Semana Santa sin pasos, la más triste y extraña que hemos conocido l El tiempo nos clava el puñal del coronavirus y nos deja una herida abierta en la memoria

HOY es Domingo de Ramos, pero no lo parece. No veremos al primer nazareno que irrumpe como un fantasma entre el sol tibio de la mañana. No veremos a los niños de blanco que llegan bulliciosos a la plaza del Salvador, ni oiremos el crujir de la rampa cuando baje el paso de la Borriquita. No veremos la blancura inmaculada de la Paz cobijada bajo la arboleda perdida del Parque. No veremos la ojiva de San Julián enmarcando el azul celestial del palio de la Hiniesta. No veremos el arranque valiente de Jesús Despojado en la plaza de Molviedro. No veremos a la Virgen del Subterráneo intercalando suspiros entre el azahar de la calle Doña María Coronel cuando sigue la estela estremecida del Cristo de la Humildad y Paciencia. No veremos la Gracia y Esperanza de la Virgen según Sevilla, con la cera a compás por Caballerizas. No veremos a la Virgen de la Estrella en su esperada salida de San Jacinto, desde donde los trianeros la iban a seguir hasta perderla de vista en el puente abarrotado. No veremos el Amor, con lo que eso significa. Y no veremos la Amargura, sino que la sentiremos en lo más profundo del corazón.

Podemos imaginar, pero nada será igual que otros Domingos de Ramos. La nostalgia se refleja en los siete cuchillos del coronavirus que se clavan en el corazón de la Semana Santa. Hoy las calles de Sevilla permanecerán silenciosas, pero no expectantes para ver el Silencio Blanco que se esparce desde San Juan de la Palma. Sólo quedará un silencio triste que evoca la pérdida y que no aceptará el consuelo, a sabiendas de que es sólo una excusa que brota de la resignación.

Hoy volvería a salir la Amargura restaurada. Más blanca, más aproximada a lo que vieron otras generaciones. Nosotros no la veremos, cimbreada en su paso de palio, en el diálogo eterno con San Juan, que no necesita el recurso estéril de las palabras imposibles. No irá por la calle Feria, en busca de la carrera oficial, donde los silencios del desastre se acumularán hoy desde la Campana a la Puerta de los Palos. ¿Quién podía imaginar un Domingo de Ramos en Sevilla sin las sillas y los palcos?

¿Y quién podía imaginar un Domingo de Ramos sin el Señor del Silencio y la Virgen de la Amargura en sus pasos? Una mañana sin colas expectantes en San Juan de la Palma, para volver a ver lo mismo que hemos visto todos los años. Una tarde sin que suene el eco de su marcha, como un himno que se repite y nos acerca a la profundidad del cielo. Una noche sin que la Virgen se encuentre cara a cara con las Hermanas de la Cruz, que la aguardaban sabiendo que es su Madre, y recordando que entre ellas siguen más vivas que nunca las verdades que les inculcó Santa Ángela. Y sin ver la última chicotá, cuando en la oscuridad de la madrugada se difuminan todos los silencios blancos al traspasar el cancel de San Juan de la Palma.

El coronavirus nos ha sembrado de amarguras el Domingo de Ramos. Pero el coronavirus no podrá con la Amargura de San Juan de la Palma. El coronavirus será un paréntesis entre dos años, que recordaremos como un episodio triste pero efímero, cuando pase el tiempo. No habíamos conocido nada igual.

La amargura es saber que la muerte aguarda, que se ha emboscado entre las sábanas de alguna residencia de mayores, en la soledad de unas personas que aguardaron su crueldad, tan impasible como implacable. La amargura es la rabia de pensar que no pudimos evitarlo, que no fuimos capaces de entender los cantos de sirena traicioneros con los que la Vieja Dama se disfrazaba en las esquinas de las ciudades. La amargura es el dolor de no enterrar a unos muertos y mantenerlos entre el hielo sin que nadie los vele. La amargura es la evidencia de que somos frágiles, incapaces de salvarnos por nosotros mismos.

La Amargura es la promesa de unas lágrimas que se resbalan entre el silencio. La Amargura es saber que nunca nos dejará en la soledad y que el llanto de los inocentes estará presente en su pañuelo. La Amargura se refleja en su rostro, mientras la observa San Juan, que siente lo mismo que Ella y que nos representa a todos.

Hoy la Amargura no sale a las calles, ni la podemos visitar en San Juan de la Palma. Pero la Amargura estará dispuesta a alcanzarnos el corazón, para que las lágrimas se sequen con el sol de la Esperanza. Porque hoy también es Domingo de Ramos, aunque nos duela más que nunca la Amargura de Sevilla.

José Joaquín León