NO ha pasado ni medio siglo. Eran madrugadas de los años 80, todavía el siglo XX, la Semana Santa recuperada para el pueblo (o eso decían), tiempos de democracia en España. Esbeltos nazarenos, con sus cirios al cuadril, se situaban detrás del Señor. Al salir de la plaza de San Lorenzo comenzaba otra procesión. Eran mujeres de promesas imposibles. Aquellas mujeres prohibidas, a las que no se les permitía la penitencia de seguir al Señor detrás del paso. Él era también el Señor de nuestras abuelas. Quizá recordarían a sus antepasadas (en tiempos más difíciles, pero menos fiados a la burocracia del espíritu), a las que sí se permitió lo que después se prohibió.

Aquellas mujeres, con sus abrigos negros y su silencio, con el alma enlutada y la cabeza recubierta de bolsas de plástico, o de nada. Iban a una procesión como si fueran a un martirio. Iban con el ánimo entrenado para sufrir. Iban todos los años. Y quizás estarían dispuestas a ir hasta la muerte. Nadie las haría renunciar a una promesa.

El pelo recibiendo la cera, gota a gota. Chorrean los cirios de unos nazarenos imperturbables, o resignados a castigar la penitencia prohibida.

La indiferencia de la gente. O la sorpresa. O las palabras que advierten: “Esas mujeres están locas”.

Por las calles de Sevilla, en una madrugada de Viernes Santo, va el Señor con su cruz, con su túnica lisa al viento, con el andar decidido, con la mirada que parece errante (y sin embargo taladra nuestros ojos), con los relámpagos de los flashes, con el silencio que se adensa y nos perturba, con la certeza de que vemos al Hijo de Dios en el Gran Poder de ser un hombre. Es tan sólo un hombre que sufre, pero con la majestad de su imperio de misericordia infinita.

Seguirlo no es fácil. Seguirlo obliga a abrir el alma de par en par, para que entre su Divina Misericordia, mientras avanza con su zancada valiente, hasta que se desvanece entre las sombras, pero se nos queda dentro. Sabemos que su destino es un amanecer de vencejos en San Lorenzo, saetas que rasgarán el aire fresco, puertas que se cerrarán.

¿Y qué había detrás de cada promesa? Aquellas mujeres no salían para pasarlo bien, ni para disfrutar. Salían porque existió un mundo perdido o un sueño recuperado, detrás de cada una de sus oraciones.

Aquellas mujeres volvieron a sus casas, a sus problemas, a sus pequeños o grandes milagros. Con el pelo y los abrigos manchados de cera, con el sacrificio añadido de una penitencia injusta. Maltratadas porque querían seguir al Señor, verlo de cerca y encontrarse con El en la madrugada insoslayable, en aquellas calles de la Amargura sevillana.

Sólo con el transcurrir del tiempo, aquellas mujeres pudieron vestir una túnica negra de ruán y ajustarse el capirote. Entonces también lloró su cera en las calles de Sevilla, como unos años antes había llorado sobre ellas.

En su alma, sabían que aquella cera quemaba; dolía como si fueran las lágrimas del Señor.

José Joaquín León