l El Señor que no responde, la Virgen que se encierra en sí misma, San Juan que no encuentra las palabras l Son los tres silencios de la Amargura que renace cada año en el Domingo de Ramos

EL silencio de Sevilla puede ser blanco o negro. En la penumbra diáfana de San Juan de la Palma siempre es blanco. Jesús comparece ante Herodes. Todos admiramos la magnificencia espectacular de ese paso. Sin embargo, lo más importante no es lo que se ve, sino lo que no se oye. El Desprecio de Herodes a Jesús es uno de los momentos más inquietantes de la Pasión. Lucas narra aquella escena: “Herodes, viendo a Jesús, se alegró mucho, porque hacía tiempo que deseaba verle; porque había oído muchas cosas acerca de él, y esperaba verle hacer alguna señal. Y le hacía muchas preguntas, pero él nada le respondió”.

Entre la palabra y el silencio, Jesús opta por el silencio. ¿Por qué no le contestó? Herodes quería burlarse de Jesús, lo trataba como a un charlatán de feria, quería regocijarse con sus trucos de magia que otros llamaban milagros. El desprecio del poderoso estaba patente en su soberbia para vejar al humillado. La dignidad de Jesús no se expresa con el intento de convencerlo, sino con el silencio más elocuente.

El primer Silencio Blanco de San Juan de la Palma nos recuerda que nada es posible sin la fe. Podemos burlarnos del Hijo de Dios. Podemos negar su existencia. Podemos considerarlo un suplantador, un falsario, el actor de una mentira. La palabra de Dios no les convencería. Con su silencio nos está advirtiendo que la fe es la única respuesta.

La fe es un regalo que Dios nos hace cada Domingo de Ramos en Sevilla. No necesitamos palabras para creer en ese Señor Despreciado que sale al atardecer desde San Juan de la Palma. Calle Feria adelante, hacia la Alameda, los sones de cornetas y tambores de las Tres Caídas de Triana no pueden distraernos. El silencio de Jesús es el silencio de Dios. Entre la algarabía, entre los globos que saltan y los gritos que resuenan, cuando cae la oscuridad de la noche, sube una blancura incorrupta. Los ojos vidriosos del Señor, que parece ignorar a Herodes y a los romanos, nos recuerdan que ese silencio duele.

El segundo Silencio Blanco de San Juan de la Palma se expresa bajo palio. Esa escena reproduce toda la Amargura del Monte Calvario. Virgen refugiada en sí misma, que se diría ajena a San Juan. Virgen de las ensoñaciones y los pensamientos íntimos. Virgen de los recuerdos infantiles de Nazaret y de los primeros sueños de Belén. Virgen del dolor estremecido. Virgen que ya sólo vive dentro de su amargura, que es de menta amarga, como sus ojos limpios por las lágrimas. Virgen que guarda en su corazón la ausencia del Hijo. Virgen a la que se le podría decir, con Alejandra Pizarnik, “atesoraba palabras muy puras para crear nuevos silencios”.

A su lado, está el tercer Silencio Blanco de San Juan de la Palma. Es precisamente el santo que da nombre al templo quien no encuentra las palabras perdidas. Le gustaría consolar a esa Madre, con la dulzura que merece. Le agradaría contarle un mensaje de esperanza. Le brotan las lágrimas por la impotencia de saber que su esfuerzo sería inútil, que nunca sería capaz de calmar tanta Amargura. También a él le sobran las palabras. También San Juan forma parte indisoluble de la Amargura.

Bajo palio, el Silencio Blanco se expresa con todo el amor que Sevilla entiende como la cumbre del arte religioso. Los bordados del palio de Rodríguez Ojeda. La orfebrería en plata de ley que cincelaron Cayetano González, Seco, y Bautista, con la peana de Cruz y Frías. El cuidado señorial de los costaleros que manda Alejandro Ollero. La marcha Amarguras, que resuena una y otra vez en las conciencias del gentío, la toque o no la toque la banda. Avanza en la noche, pero se queda en las almas. No hay amargura comparable a la suya.

El silencio blanco es la perfección de la ausencia. Si en el principio fue la palabra, según San Juan, en el final ya no se podría añadir nada a lo que vemos. El Silencio Blanco creado obliga a creer. En la madrugada recién nacida, cuando las hermanas de la Cruz cantan y rezan a la Amargura, brota un  brillo de diamante en sus ojos, como si por un instante se rompiera el último pensamiento de la Virgen. Ahí estuvo la fe, en un estado puro. Así renacen los Silencios Blancos cada Domingo de Ramos.

José Joaquín León