SEVILLA, ciudad apegada a las costumbres y las tradiciones, mantiene una perpetua polémica acerca de lo extraordinario. Se suele centrar en las procesiones conmemorativas, que salen en fechas ajenas al calendario festivo que las justifica, pero encubre un sentimiento más amplio. Para empezar, hay que definir lo extraordinario. Lo más perogrullesco es calificarlo como aquello que trasciende lo ordinario; es decir, que no se ajusta a lo habitual. Sevilla vive anclada al calendario: la Cuaresma, que aquí parece empezar el 7 de enero y confirmarse el Miércoles de Ceniza; la Semana Santa, de fechas móviles, pero en marzo o abril; la Feria, de fechas móviles, pero en abril o mayo; el Corpus, de fechas móviles, pero en mayo o junio; el verano, que según pasa la Velá de Santa Ana abre el éxodo a las playas; el otoño, que es como una transición (para muchos la estación más bonita del año en la ciudad) y diciembre, que marca el camino del Adviento, con los gozos de la Inmaculada, hacia la Navidad. Y vuelta a empezar.
Todo lo que se sale de lo previsto, se considera extraordinario. En las procesiones, suelen buscar las fechas de primavera tardía u otoño, en las que de por sí hay otras celebraciones ordinarias: el mayo mariano, el junio eucarístico, el julio del Carmen, el octubre del Rosario, o el noviembre de Todos los Santos y los difuntos. El calendario festivo de por sí no necesita lo extraordinario, que a veces incluso se critica y se presenta como un estorbo.
Sin embargo, existen contradicciones sobre lo extraordinario. ¿Qué es el recuerdo? ¿No es acaso la trampa que nos tiende la nostalgia para seleccionar aquello que más nos impresionó? Un ejemplo puede ser el tan elogiado Ocnos, de Luis Cernuda. El baile de los seises, en la quietud de la Catedral, forma parte de lo ordinario, tiene sus fechas. Sin embargo, el poeta lo transforma en extraordinario, porque lo impregna de nostalgia, y lo evoca como pérdida, aunque lo perdido no es la tradición, sino el tiempo. Yo sostengo la teoría (no demostrable, porque falleció en 1963) de que Cernuda, a diferencia de Alberti, no hubiera regresado desde su exilio, pues vivía la ausencia como algo extraordinario, como un misterio, que quizá se hubiera desvanecido al volver a una Sevilla que idealizó.
Así lo extraordinario es como un sueño; y, cuando se cumple, se rebaja a lo ordinario, porque ya entra en el tiempo de la realidad. Sólo con los años, cuando se desvanezca en el pasado profundo, se volverá a convertir en un mito, pues ya pertenecerá al territorio sagrado de lo que perdimos.
José Joaquín León