SIEMPRE que cierran un bar histórico hay un buen motivo para un tango o un pasodoble. Siempre son entonados múltiples lamentos en el Diario a modo de necrológica de la hostelería. Va a pasar con el Lucero, que fue remodelado, y ya se anuncia el fin de su actividad. Pasó antes con Los Pabellones, y con el Pedrín, y con Casa Samuel, y con el Mikay, y con la cervecería Caleta con su barra, y con el Español, y con tantos de la zona portuaria de San Juan de Dios. Hoy, en Cádiz, por cada bar que cierran abren dos, pero después los siguen cerrando, porque ninguno es eterno. Cada tiempo tiene sus bares. Suelen ser negocios familiares, que pasan de padres a hijos, o a los sobrinos, o a los encargados, o a un amigo, hasta que dejan de pasar y les dan el barquinazo.

El bar Lucero fue abierto en 1958, pero parecía que llevaba en ese lugar desde el tiempo de los galeones de América. Cuando trasladaron la Casa de la Contratación a Cádiz, en 1717, todavía no iban los marineros de la carrera de Indias a desayunar en el Lucero, ni a tomar un cafelito o un copazo de aguardiente. Sin embargo, con el tiempo quedó esa idea, porque un bar se hace histórico en algún momento, cuando ya es un clásico del paisaje urbano. En el caso del Lucero, su historia está unida a los portuarios que trabajaban en el muelle, y también a la cercana Fábrica de Tabacos.

Todo aquello se fue al garete, por no decir al otro sitio, y a Nicolás Lucero Caro, hijo del fundador Nicolás Lucero Bancalero, se le ocurrió reconvertirlo en El Lucero del Muelle, que era una interesante experiencia, con tapas de categoría, pero no era lo que fue. Ha durado menos de cuatro años, porque Nicolás Lucero II ha recibido otra oferta mejor. Y porque él mismo representa a otra generación, la de los hijos de los taberneros, a los que sus padres llevaron a la Universidad para que estudiaran una carrera (y se dedicaran a otra cosa), etcétera. La familia Lucero venía de Medina. Los asidonenses han sido como los chicucos de la provincia, con esa mentalidad del sacrificio que ya sólo les queda a algunos chinos.

Se agranda la lista de los bares que perdimos en el Cádiz portuario. La calle Plocia de antaño, con sus tugurios de luces raras incluidos, va desapareciendo. Apenas quedaron el Achuri, la Flor de Galicia y la Cepa Gallega. Llegó Pablo Grosso, y después la calle evolucionó. La vida va tejiendo un manto sutil de pérdidas y novedades. Pero, en ese entorno, hay algo que sigue igual: el mercado gastronómico de la estación de Renfe, del que tanto se habla y nadie ha visto.

José Joaquín León