HABÍA un silencio de Viernes Santo en Cádiz, que se palpaba en las primeras horas de la tarde. Yo lo recuerdo de mi infancia, de hace más de medio siglo ya. Cuando el cortejo matinal del Sermón de las Siete Palabras regresaba a la Santa Cueva, ese silencio se espesaba, impregnaba la ciudad. Era algo indefinible, que parecía brotar de aquel espacio misterioso. En la Santa Cueva no entraban las mujeres ni los niños, y era como un lugar iniciático, propio de caballeros de siglos antiguos, que nos parecían inaccesibles. Se hablaba de Goya, se hablaba de Haydn, a los que parecía raro relacionar con el Cádiz de la posguerra, que ya había avanzado hacia la generación del 600. El Viernes Santo era un día de lutos rigurosos.

A las tres de la tarde moría Cristo en la cruz. Y había como un duelo general a la hora de la siesta. Los cuerpos cansados, tras ver las procesiones de la Madrugada en el Pópulo, y la recogida del Nazareno, cuando aún le cantaban saetas los presos desde la Cárcel Vieja. A esas horas de la tarde, algunas personas salían para ir a los Oficios del Viernes Santo. La Pasión del Señor conmemoraba la muerte de Cristo en la Cruz. La muerte… Esa muerte era la del Crucificado de San Agustín, al que podías besar en los pies, antes de que lo subieran al paso.

En la noche, el Silencio se completaba con el misterio, en la oscuridad de las calles de Cádiz. Iluminado por cuatro hachones, con un monte sin flores, con el viento (que el Viernes Santo parecía más frío) haciendo titilar la débil luz del paso. Y las horquillas en el Callejón del Tinte. Sonaban entre el silencio de la noche gaditana, como los latidos de los corazones, como golpes en los portones del tiempo, como ecos de la muerte, que no era sólo el miedo de lo fúnebre, sino su Buena Muerte.

Aquellos antiguos silencios desaparecieron. En la civilización del ruido nada podía ser igual. Aquellos Viernes Santos, tan silenciosos, de otros tiempos, se guardaron en el baúl de la historia. Pero es cierto que renacían a ráfagas, cuando la noche se adensaba y se hacía más oscura, cuando el Cristo de la Buena Muerte se acercaba a San Agustín. Y cuando, por detrás, llegaba Ecce Mater con su Virgen sencilla y sus silencios jesuíticos, avanzando por la calle San Pedro.

El tiempo, gran destructor, ha querido que en este Viernes Santo no veamos a Cristo entre cuatro hachones, muriendo en la oscuridad. Pero sí que podamos sentir los silencios, aquel antiguo Silencio perdido, con el que Dios se hacía presente el Viernes Santo en las calles de Cádiz.

José Joaquín León