HOY es el Viernes Santo más raro de la historia reciente. Una Semana Santa con cultos y conmemoración de la Muerte de Cristo, con su liturgia, con imágenes que pueden ser visitadas en sus templos… Hasta ahí, como los de siempre. Y, sin embargo, será un Viernes Santo sin pasos en las calles gaditanas, sin palcos ni sillas en la carrera oficial, sin penitentes ni cargadores, sin ese ambiente especial de este día, entre el luto que se proclama por el Cristo de la Buena Muerte en la cruz, el cansancio de la Semana Santa que se agota, y también las vivencias de otro año más, que esta vez ha sido un año menos. La Semana Santa de las calles, con la celebración, el gozo, la tristeza y los ritos, se ha quedado en blanco. O en negro. Se ha desvanecido, entre las sombras de su ausencia.

El Viernes Santo gaditano tenía sus características. Al amanecer, estaba el Nazareno de vuelta a Santa María. Unos años la recogida era antes y otros después. Pero en Cádiz el Viernes Santo amanecía siempre en Santa María. Se quedaron grabadas en la memoria de quienes las vieron (y las vivieron) las saetas carceleras que cantaban los presos, cuando el Greñúo asomaba desde la calle Botica y salía al Campo del Sur para volver a su templo.

La mañana del Viernes Santo se prolongaba con la recogida del Perdón. El Pópulo, núcleo espiritual e histórico del Cádiz eterno, acogía en esa mañana, afirmado ya el sol (o emborronado por las nubes), el regreso del monumental paso con el Crucificado que talló Luis Ortega Bru, subiendo por la cuesta de Fray Félix, y precediendo a la Virgen del Rosario en sus Misterios Dolorosos. Se recogerían en la Catedral Vieja dos de los mejores pasos de Cádiz, pero antes dejaban esos disfrutes postreros.

Mañana que se prolongaba con el sermón de las Siete Palabras, vinculadas a Cádiz gracias a la música de Haydn. Palabras que después se subieron a un paso en la parroquia de la Merced. Palabras que ya no brotaban del Cristo de la Expiración, cuando agonizaba en la tarde del Viernes Santo, con un rigor castrense, con el sacrificio por la patria común de todo el género humano.

Con el tiempo se perdió la belleza, frágil y maternal, no juvenil, de la Virgen de los Dolores; y se recuperó el Descendimiento, porque San Lorenzo siempre estuvo en las raíces espirituales del Viernes Santo. Cuando todo se había consumado, llegaba el Cristo de la Buena Muerte de San Agustín. Silencios en la noche oscura del alma, que después se prolongaba con la luz (también silente) de Ecce Mater.

Todo lo perdido se queda a la espera de otro año, quién sabe para quién, ni para cuándo.

José Joaquín León