LA Navidad es el tiempo de los desplazamientos y las ausencias. La Navidad podría ser el motor que moviera al mundo. Todo comenzó en Belén, un pueblo que hoy no podrán visitar los peregrinos, aunque los guíe una Estrella, porque los viajes a Israel vuelven a prohibirse a causa del coronavirus. A Belén viajaron José y María, para unos trámites burocráticos, y allí la sorprendió el parto, con el nacimiento de Jesús. Se cobijaron en un portal, como unos sin techo. Y a los pocos días huyeron a Egipto, como unos refugiados, a cuyo hijo quería matar Herodes. Aquella familia procedía de Nazaret, pero en el día de la verdad se habían desplazado a Belén. Fueron migrantes y refugiados, hasta que pudieron volver a casa.

Han pasado 2021 años, dos milenios, veintiún siglos, de aquella noche de frío, de la Estrella que brilló con una inusitada Luz en un mundo oscuro y olvidado. La Historia transitó después por senderos tortuosos, en busca de una civilización que es pisoteada por la barbarie, en busca de una fraternidad que es enturbiada por la intransigencia, en busca de un amor que tantas veces tropieza con el odio. Y, sin embargo, hoy se celebra el prodigio de un portal de Belén, donde se unieron la fe, la esperanza y la caridad para marcar el camino de la verdad y la vida.

Hoy estamos en un tiempo de pandemia que parecía superada. La enfermedad vuelve a revelar la fragilidad de los humanos. No somos dioses, ni deberíamos ser esclavos. Vivir es una anomalía que pende de un hilo. Creemos que el tiempo presente es el único que existe, que más atrás todo se ha perdido, y que más adelante todo es imprevisible. Sin embargo, al llegar este día de la Nochebuena, miramos hacia atrás y queremos que los recuerdos vuelvan a la realidad. El reencuentro imposible que sólo se nos queda en la memoria.

Los ausentes no se sentarán en las mesas de diez o doce comensales, de dos o tres núcleos de convivencia. Los ausentes están prendidos con alfileres en los cordeles de otros tiempos que ya no son, pero fueron. Hoy se recuerdan como si estuvieran. Y hay otros ausentes, que tampoco están, porque no han podido venir, pero que siguen existiendo, y que volverán en otra Navidad, cuando no sabemos lo que nos reservará el destino.

Por eso, al llegar otra Nochebuena, la soledad no consiste en estar solos, sino que duele más recordar a los ausentes. No importa que dejen reunirse a diez, a cien o a mil. El pesebre está ahí, con la Mujer, el Hombre y el Niño, rodeados de frío, pero su fragilidad nos transmite un aliento cálido. Es la Luz para quienes se esfuerzan por hacer posible otra vida.

José Joaquín León