VUELVE don Antonio Ceballos Atienza a Cádiz, en su último viaje, el definitivo, para ser enterrado en la Catedral. Vuelve con humildad y discreción, casi en silencio, como vivió. Era un hombre de Dios antes que obispo, que no buscaba pompas ni vanidades, que sólo utilizaba la vara del pastor para guiar, pero que se detenía a hablar con las ovejas, como si fuera una más del redil, porque el verdadero Pastor es otro. Algunos decían que no parecía un obispo, sino que era como un párroco, como lo había sido en Jaén, antes de llegar a Cádiz. Y eso se debe entender en positivo: siempre estaba cercano a sus feligreses, más preocupado por los demás que por sí mismo.

Don Antonio Ceballos nació en Alcalá la Real (Jaén), como Martínez Montañés. Tomó posesión como obispo de Cádiz y Ceuta el 29 de enero de 1994. En 2011, cuando ya había solicitado la jubilación, el Ateneo le nombró Gaditano de Ley. Me correspondió hacer su laudatio. En ella recordé que había llegado al Obispado un año antes que Teófila Martínez a la Alcaldía. Y también que cerró la trilogía de los obispos llamados Antonio (Añoveros, Dorado y Ceballos), que marcaron el rumbo de los católicos gaditanos desde los últimos años del franquismo a la democracia. Ceballos completó esa obra.

Hoy quiero recordar algo que dije aquel día: don Antonio Ceballos Atienza fue el obispo de todos los gaditanos. De los creyentes, y también de los no creyentes. Fue el obispo de los que más lo necesitaban. El obispo de los más pobres. El obispo de los que sufrían. El obispo de los jóvenes que no tenían empleo. El obispo de los mayores que vivían solos en su soledad. El obispo de los enfermos que padecían en los hospitales. El obispo de los que tropezaron en la vida y terminaron en la cárcel. El obispo de las mujeres maltratadas. El obispo de las monjas que vivían su pobreza, entre obras de arte, mientras no le restauraban el convento, como sucedió en Santa María. El obispo de los inmigrantes que llegaban en pateras, pasando hambre y sed, y de los que se ahogaron por el camino. El obispo de los que sufrían en sus carnes y en su alma el pinchazo de las drogas. El obispo de los pordioseros, de los borrachos, de los locos, de los que despreciamos, de los que nos molestan por las calles. El obispo de las víctimas de las injusticias. Era el obispo al que vimos en el culto del esplendor barroco de los templos; y el obispo al que no vimos en los escenarios de la marginación, porque no estábamos allí, pero él sí.

Cuando se jubiló, se retiró y no quiso molestar. Su vida fue su mejor testimonio.

José Joaquín León