LA luz de Cádiz fluye con naturalidad. Despunta en cualquier amanecer en la Punta de San Felipe, cuando el sol se despierta y se asoma para verse en la Bahía. O se despinta en cualquier ocaso, cuando aparecen paletadas rabiosas de tonos violetas, anaranjados, rojizos en el cielo de la Caleta, mientras se oscurecen las siluetas de los castillos y se apaga el último brillo en las olas que mecen a las barquitas. Está presente en los cielos de azules más rotundos, en las azoteas blanqueadas, en las playas abarrotadas del verano, en las mareas tristes del invierno.
La luz vive oculta entre las calles estrechas, exultante en las plazas donde se ilumina el pasado sin que nadie lo vea. Porque ha nacido del cielo y ha conquistado el suelo, porque todo lo impregna y lo baña, porque es una amante desesperada que pregona su loco amor desde hace más de 3000 años. Y nunca se acostumbró a los misterios de las noches. Prefería contemplarse en el espejo de los cierros, rebañar de blancura las torres miradores donde ya no aguardan nada, insinuarse entre los naranjos y las palmeras mecidas por el viento de levante, o en las grutas del parque. Y deslizarse sobre las monteras que defienden los patios.
La luz de Cádiz se asomó a un poema de Rafael Alberti, a un cuento de Fernando Quiñones, a un artículo de José María Pemán. Se nos apareció por las fantasías de Manuel de Falla y por el piano de José Cubiles. Soñó con ser inmortal en los cuadros de los pintores gaditanos, que desde hace siglos sólo han pintado la luz, siempre la luz, de diferentes maneras. Puede ser que Murillo se cayera de un andamio cuando pintaba y la buscaba en la iglesia de Capuchinos.
La luz de Cádiz ha cumplido condena en los calabozos de la Cárcel Real, ha sido cautiva en el castillo de Santa Catalina, se ha lanzado al mar desde el Puente Canal, se ha refugiado en el castillo de San Sebastián y se ha reído con los guiños del faro. Sabe que tiene los territorios marcados. Sabe que dispone de una Catedral, con sus torres y su cúpula, para rendirle un homenaje divino. Y sabe que alguien la está esperando todos los días en el horizonte, mientras sueña con llegar tarde, o con no llegar.
La luz se enseñorea de la ciudad, que la respeta por ser su ama. La luz no depende de una bombilla, ni de dos; ni de más, ni de menos. La luz es un estado de ánimo, que viene o se ausenta. La luz es tan poderosa que en Navidad se transforma en Luz del Mundo. Significa que si se corta la luz se apagará el mundo. En Cádiz la luz se siente en su casa, es tan gaditana como la que más. Por eso, la luz de Cádiz no se ha inaugurado nunca. Ni jamás se ha perdido.
José Joaquín León