EL Cristo de la Buena Muerte es una talla asombrosa, que basta por sí misma para consagrar toda la Semana Santa gaditana. El enigma de su autor desconocido ha acrecentado su leyenda. Ninguna de las diversas teorías planteadas se ha poido confirmar todavía. Durante mucho tiempo se adjudicó a Martínez Montañés, como todo lo antiguo, pero ya en el siglo XX se planteó la atribución a Alonso Cano, y más recientemente a escultores italianos de prestigio. Por encima de la autoría real, el Cristo de San Agustín es un Crucificado extraordinario, que representa con singular verismo la serena elocuencia de la muerte en la cruz.

En la Cuaresma de este año, entre los pocos actos de verdadero sentido cultural cofrade que se han podido ver en Cádiz, el Colegio de Enfermería organizó una exposición en su sede, con dibujos del pintor Antonio Álvarez del Pino, representando diversos detalles anatómicos del Cristo de la Buena Muerte. Su perfección y realismo en la anatomía confirma que el autor de la imagen sólo puede ser un genio de la escultura. Cádiz tiene la suerte inmensa de que este Crucificado no se haya quedado en un museo, ni siquiera sólo en el interior de un templo, sino que es posible admirarlo y rezarle en las calles cada Viernes Santo.

El Cristo de la Buena Muerte, tras salir del Callejón del Tinte (donde alcanza momentos inolvidables), bajará este año por la calle Rosario hacia San Agustín. A oscuras, con las horquillas de los cargadores golpeando el silencio como si fuera un lamento, se acercará hacia su templo. El Cristo entre cuatro hachones, con esa llama siempre frágil, avanzará inexorable hacia los últimos momentos de otra Semana Santa.

El Cristo de la Buena Muerte, en esos instantes postreros, que ya son de una madrugada densa, con el cansancio de los últimos días, con la sensación luctuosa de su martirio inevitable, hace más profundos esos silencios que sólo se pueden romper con las horquillas. La oscuridad total es la metáfora indiscutible de la noche del Viernes Santo. Cuando desaparece en la lejanía, siempre queda esa sensación de que pasó demasiado fugaz, que se escapó como un suspiro.

Como un epílogo de nostalgias, cuando la Buena Muerte haya entrado en la iglesia de San Agustín, por la calle Rosario bajará Ecce Mater. La perfección del Crucificado, la sencillez de una Virgen. El Cristo de los agustinos y la Madre de los jesuitas, la oscuridad y la luz. Y las horquillas, que antes y después serán el único sonido que repicará en el silencio de una calle de Cádiz.

José Joaquín León