A las nuevas generaciones de drogatas habría que explicarles algunas lecciones de memoria histórica. Sería oportuno que conocieran lo que ocurrió en Cádiz y buena parte de la provincia durante la década de los 80, cuando el caballo de la muerte galopaba desbocado y el negociete del hachís causó estragos. Cientos de jóvenes murieron prematuramente, otros se contagiaron con el Sida, y la desesperación se cebó en muchas familias humildes. Porque la droga no es un negocio para los pobres, es el peor cáncer para los pobres, que ponen los muertos, mientras los traficantes se enriquecen. Por eso, las protestas del barrio de Santa María o el Cerro del Moro no son un capricho de algunos vecinos. Saben de lo que hablan. Quizás algunos lo sufrieron en sus familias.

En la provincia de Cádiz la droga mueve mucho dinero. Algunos estiman que el 30% del PIB negro. Es el punto de entrada principal del hachís que llega desde Marruecos. Pero también es un coladero para la heroína y la cocaína. Las consecuencias se están notando a unos niveles claramente mafiosos en el Campo de Gibraltar. El ministro del Interior, Juan Ignacio Zoido, y el delegado del Gobierno, Antonio Sanz, acuden con frecuencia, y dicen que no pasarán, pero la lucha es más difícil de lo que parece.

Las drogas no son legalizables porque causarían estragos y atacarían de lleno a la esencia del Estado del Bienestar, que es la salud. Sus consecuencias las pagamos todos, aunque más que nadie las víctimas. La droga es una trampa para los pobres, les origina una espiral de consumo que les impide salir de la pobreza y arrastra a muchas familias vulnerables. Además, perjudica a todos, porque las secuelas perniciosas llevan al aumento de los robos y otros delitos.

El Cádiz de los años 80 se degradó a niveles alarmantes en los barrios más castigados por la droga. En la provincia, se pudo remontar en las dos décadas siguientes, cuando el boom del ladrillo facilitó que muchos trabajaran de albañiles, en vez de camellos o busquimanos. Pero la crisis llevó a un retroceso hacia los abismos. El peligro es que llega una generación sin la experiencia de lo que pasó. Creen que traficar es una salida fácil, un negocio asumible, más allá de la ética, porque de algo hay que vivir.

Ignoran que no es un negocio para vivir, sino para morir. No causa euforia, sino destrucción. No alegra a los pobres, sino que los condena a más pobreza. Luchar contra eso no es de derechas ni de izquierdas, sino de humanidad. Es necesario atajarlo antes de que vuelva a ser demasiado tarde.

José Joaquín León