UNO de los motivos por los que el coronavirus se extendió por Wuhan y la provincia o región de Hubei fue la imposibilidad de atender todos los casos. Decenas de personas morían cada día por falta de atención médica, ante la incapacidad para asistir a tantos pacientes en los hospitales. Tras los graves errores y la falta de previsión, las autoridades chinas asumieron las necesidades de los médicos. Construyeron dos hospitales gigantescos casi de la nada, dotaron de material suficiente, cerraron la ciudad de Wuhan y toda la región de Hubei con un cordón sanitario. Aislaron allí a 56 millones de chinos. Los demás residentes en el país, hasta sus 1.300 millones de habitantes, fueron sometidos a rígidas medidas. Se quedaron en casa, pero quienes salían o atendían servicios iban protegidos con mascarillas, guantes y casi plastificados. Se medía la temperatura a todos en edificios y espacios públicos. Las calles eran desinfectadas a diario…

Dos meses después, han conseguido que en Wuhan ya no aparezcan nuevos casos de coronavirus. En el resto de China tampoco, excepto los importados de otros países. Ya están abriendo comercios y restaurantes. En España pusieron a un coordinador de Emergencias, Fernando Simón, que se pasó de listo. El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dijo que el heroísmo también consiste en lavarse las manos. No había mascarillas suficientes, ni siquiera en los hospitales. Dijeron, además, que no hacían falta. Después han encargado decenas de miles.

Fue un error más. Como no aislar Madrid una semana antes, cerrar las salidas y hacer lo mismo que en Wuhan. Todavía hay AVE para entrar y salir de Madrid. Por intentar ahorrarse críticas (como la de prohibir el 8-M), ha sido peor y sufrimos una multiplicación de casos. Ojo: no significa que el coronavirus no hubiera llegado a España con medidas más coherentes, sino que las consecuencias serían menos graves.

Hoy Madrid es nuestro Wuhan. O nuestro Bérgamo, esa ciudad italiana donde no dan abasto para enterrar a los muertos. Hemos llegado a una situación tan cruel, injusta e insospechada como elegir los pacientes que van a utilizar un respirador y los que no. Es decir, quién morirá y quién se podrá salvar. Estos días vemos y oímos a médicos y enfermeras llorando en los hospitales de Madrid. Nadie pensó que en pleno siglo XXI pudiera ocurrir algo semejante. Es tan grave que nuestra razón no alcanza a entenderlo. A muchas personas mayores la única esperanza que les han dejado es rezar para que ocurra un milagro.

José Joaquín León