Fue un encargo que hicieron los jesuitas para provocar el arrepentimiento. El imaginero recurre a la serenidad para reflejar la elocuencia implacable de la Muerte

CON el paso del tiempo, se pudo escribir su historia. Hoy el Cristo de la Buena Muerte es una de las obras mejor documentadas de su autor, Juan de Mesa, que durante siglos fue un artista oculto bajo la fama de su maestro. El 13 de marzo de 1620, el jesuita Pedro de Urteaga encargó al escultor Juan de Mesa y Velasco la hechura de un Crucificado para la Casa profesa que tenían en Sevilla. El Cristo fue terminado el 8 de septiembre de 1620. También le encargó una Magdalena abrazada a la cruz, que se perdió con los años. Una leyenda afirma que los jesuitas pretendían escenificar el arrepentimiento ante la Muerte de Cristo, un testimonio impactante para disuadir del pecado de la prostitución.

En el primer tercio del siglo XX se forjó la historia de una nueva cofradía. En 1914, el Cristo había pasado a presidir una capilla en el interior del templo de la Anunciación. Un grupo de jóvenes estudiantes sevillanos, con el apoyo del claustro de la Universidad, quería fundar una cofradía en honor de aquel Crucificado. Es sabido que los anhelos de aquellos universitarios se plasmaron en 1924, cuando el cardenal Ilundáin asistió al acto fundacional. Dos años después, el Martes Santo de 1926, salía el Cristo de la Buena Muerte desde la Anunciación por primera vez. Sevilla pudo admirar la plasmación más sublime de la muerte de Cristo.

La autoría quedó confirmada poco después. El investigador Antonio Muro Orejón descubrió, en 1928, una escritura concertada en la escribanía de Gaspar León. En el contrato se reflejaba que el autor era Juan de Mesa. Así quedó refrendado en 1983, tras el desgraciado accidente que sufrió la imagen, durante un traslado. Permitió descubrir otro documento en su interior, en el que se reflejaba la autoría.

El Cristo de la Buena Muerte es una obra cumbre, realizada en la etapa más prodigiosa de Juan de Mesa. Tenía entonces 36 años. La cronología de su madurez artística es impresionante: en el entorno frenético de 1620 termina en su taller, por este orden, tres crucificados: Amor, Conversión y Buena Muerte… Y, a continuación, el Gran Poder. En 1622 esculpe el impresionante Cristo de la Agonía, de Vergara (Guipúzcoa), que se expone este mes de abril en el convento del Santo Ángel, junto al Cristo de los Desamparados, de Martínez Montañés.

La Buena Muerte es la expresión suprema de la entrega de Cristo. Cuando empieza a tallarlo, Mesa ya era él mismo, un artista en plenitud, independizado de su gran maestro. Ya había ensayado el Gran Poder de Dios en el Cristo de la Conversión. Ya se había acercado a una idealización mística y rompedora de la muerte en el Cristo del Amor…

Pero le faltaba confirmar, sin ninguna duda, que la Buena Muerte es la puerta de entrada a la vida eterna. Y, paradójicamente, lo hace con su Cristo más montañesino. Vuelve a sus raíces, como un eco. Según el profesor Jesús M. Palomero, el Cristo de la Buena Muerte es “el de la cabeza más clásica y hermosa, el menos dramático”. Para algunos especialistas, la mejor obra de Mesa, desde el punto de vista técnico.

Juan de Mesa lo hizo. Invitó al arrepentimiento de los pecadores, plasmando la verdad implacable de la Muerte. Sin exagerar. Juan de Mesa recordó lo que había aprendido con su maestro, puede que por última vez. Juan de Mesa lo hizo y no lo volvió a hacer. Era imposible.

Cada Martes Santo va muerto entre cuatro hachones. Lirio tronchado que bendice desde el sueño eterno de la Cruz. Cristo que reparte una paz contagiosa, abrumadora. Es la Muerte más viva.

José Joaquín León