Todos nos hemos sentido traicionados alguna vez y eso es lo que se representa. Los malos y los buenos. Pero, al final, solo el Señor es el Bueno

AQUEL hermano número 1 ya falleció, hace demasiados años. Una tarde de marzo en su casa, con la voz temblorosa, mientras la Cuaresma avanzaba con chicotás que siempre nos parecen cortas, mientras llegaban rumores de charlas en Casa Morales, me contó que él había visto a la antigua imagen del Señor, en las calles de Sevilla, con una túnica bordada; y que cuando encargaron una talla nueva a Castillo Lastrucci algunos hermanos se enfadaron, y más aún cuando enviaron al antiguo Titular a la parroquia del Juncal.

No obstante, con el paso de los años, ese monumental paso de misterio se transformó en un clásico de la Semana Santa. Como si hubiera existido toda la vida, como si fuera una herencia de los siglos de oro del barroco, o de la Semana Santa romántica. Y que, sin embargo, ese misterio tan extraordinario era de ayer mismo, porque todo lo hizo Antonio Castillo Lastrucci, y todo se estrenó en 1945: el Señor, las figuras del misterio y el paso. Todo salió nuevo ese año. Total, que era muy bonito, pero de ayer mismo. Y que los viejos recordaban aún el antiguo. Y que las cofradías no tenían memoria, y que eran capaces de reinventarse. Aunque a ellos les quedaba su Regla panadera.

Y a lo mejor yo no lo entendía: ¿por qué ese paso había tenido tanto éxito? Pero que él sí lo sabía. ¿Por qué? Porque es la escena de una traición. Es el mundo que se divide entre los buenos y los malos. Y, al final, habrá más malos que buenos, porque los discípulos van a salir huyendo; unos lo abandonan y Judas o traiciona. Es decir, que al final todos son malos, menos el Señor.

Vayan la noche del Miércoles Santo a la calle Orfila, y vean el misterio de una traición. Es un misterio de los misterios, porque es misterioso que un paso tan grande salga de una capilla tan chica. Otra paradoja de la Semana Santa. Cuanto más grande es el paso (que no es un barco, sino un crucero del tipo Harmony of the Seas) más pequeñita se hace la capilla, que parece como encogida. Y salen nazarenos venidos de no se sabe dónde, porque no caben en su templo.

Todo lo que vamos a ver parece inexplicable. Precisamente porque nos resulta raro, y sin embargo ocurre todos los días.Este paso es como la historia del mundo dividido por la mitad. Por este lado, están los que vienen a prenderlo, que son los malos: el sayón con la antorcha, el esclavo con la soga, los dos romanos. Enfrente, delante del olivo, está el Señor, como abatido, viendo la jugada que le acaban de hacer, aunque El lo sabía, y los estaba esperando. Pero tampoco se puede fiar de los de detrás, que en teoría son los buenos, y ya están casi escondidos bajo el árbol. Pedro, por un afán de supervivencia, apelará a la defensa propia. San Juan y Santiago no saben qué hacer, todavía no han salido huyendo, pero les falta poco. Y, por otra parte, a su aire, está Judas, con las 30 monedas de plata en la bolsa, con el precio pagado por la traición, en plan de llevarse las manos a la cabeza, sabiendo lo que acaba de cometer. ¿Está arrepentido? Es un traidor y un cobarde. Los otros (¿y nosotros?) también son unos cobardes. Pero este Judas, además, es un traidor. Un bicho de cuidado.

Esto es lo que se ve una noche de Miércoles Santo en la calle Orfila, entre marchas y chicotás, cuando el paso avanza, jaleado por aplausos. ¿A quién aplauden? A la música, a los costaleros, se supone que también al Traicionado.

Esto es lo que se ve. Esto es lo que me enseñó aquel hermano número 1. Todos nos hemos sentido traicionado algunas veces, todos hemos sido víctimas de alguien que nos odia. Pero sólo a ese Señor de la calle Orfila lo han traicionado por ser bueno y misericordioso. Los demás, como tantas veces en la vida, van a buscar la huida. Hacia delante o hacia detrás. Mientras suenan aplausos.

José Joaquín León