EN este país están reactivando todos los fantasmas de la Guerra Civil de 1936. Vuelven los agitadores del Estado Catalán, con Quim Torra que se cree el heredero de Companys, mientras pasean a la momia de Franco en helicóptero con dirección al cementerio de El Pardo. Parece que a todos les interesa cargarse el legado de la democracia española, que asumió la reconciliación de los dos bandos de la Guerra Civil para superar el pasado. Otro mal ejemplo lo ha dado Vox, al pedir en Dos Hermanas que le retiren una avenida a Santiago Carrillo, por sus actuaciones en las checas. Una calle que le dedicarían a Amancio Ortega, el fundador de Zara. Pintoresco, pero cierto.

La biografía de Santiago Carrillo es, en sí misma, materia de memoria histórica. Empezó como socialista, después fue un comunista de los más ortodoxos, al final eurocomunista, y terminó como felipista del PSOE y de tertuliano en la cadena SER. En la vida de Carrillo hubo muchos Santiagos. Yo le hice una de las últimas entrevistas de su vida, en su piso de Madrid, donde se fumó un paquete de cigarrillos en las tres horas que hablamos. Entonces tenía 96 años (falleció meses después), y la cabeza en buenas condiciones, tras haber incumplido todos los consejos de la medicina contemporánea y sobrevivir a varias guerras. Ese hombre ya no era el de 1936.

Santiago Carrillo, con su peluca, legitimó la democracia impulsada por el rey Juan Carlos, que había sido nombrado por Franco, y por Adolfo Suárez, que había sido falangista, pero legalizó el PCE. El régimen surgido del 36 se hizo el harakiri con las leyes en la mano, pero necesitaba una legitimidad exterior, a la que contribuyó Carrillo, por entonces un eurocomunista suave. Aceptó la bandera española rojigualda, en nombre del PCE.

A Carrillo, que había participado en las grandes purgas del comunismo español (de las que se han olvidado, pero las cometieron durante el franquismo), siempre le preguntaban por Paracuellos. Yo también. Me comentó que él no autorizó la matanza, pero reconoció que no la pudo impedir. “Era imposible de parar, porque los milicianos estaban enfurecidos por los fusilamientos de muchos de sus compañeros en la plaza de toros de Badajoz”. En esa guerra actuaban así: a una barbaridad se respondía con otra. A unos los apoyaban los nazis y a otros los soviéticos.

No se trataba de olvidar, sino de cicatrizar. A su regreso del exilio, Santiago Carrillo fue amigo de Manuel Fraga. Las dos Españas contribuyeron a una Constitución para todos. Con el tiempo y con el rencor, han vuelto a envenenar la historia.

José Joaquín León