ES significativo que el símbolo de la desescalada en Sevilla sea el Señor del Gran Poder, que ha bajado de su camarín, y que ya nos aguarda en su basílica de la plaza de San Lorenzo con las puertas abiertas. Todavía los devotos no pueden subir a su camarín que es el confesionario del Señor, ni mucho menos besar (o si acaso rozar) el talón que marca la zancada. Algunos dirán: en realidad, al Señor no lo han bajado del todo, no está como lo vemos (y no lo vimos) al empezar la Semana Santa, cuando se queda junto a sus fieles para el besamanos. Pero el Señor ya ha desescalado una parte del camino y está más cerca. Está donde se le espera: entre el cielo y el suelo.

Detrás, el camarín permanece vacío. En este tiempo de la Pascua florida es una metáfora del sepulcro. El sepulcro se quedó vacío cuando resucitó, y volvió a encontrarse con sus discípulos, más cercano, más añorado, pero también más inesperado. Porque ellos, que lo conocieron, no lo habían entendido y lo creían muerto.

Lo podemos pensar: ¿dónde estabas, Señor, mientras tantos inocentes morían? Esa pregunta, que se puede plantear todavía, es la misma que tantas veces se ha repetido a lo largo de la historia. Es la misma con la que han intentado matar a Dios. En el siglo XX, ¿cuántas veces fue proclamada la muerte de Dios? No sólo por Nietzsche y sus herederos de la filosofía, sino en la práctica de Hitler, Stalin y tantos tiranos. Jamás hubo guerras tan devastadoras. Aunque, en otros siglos, padecieron epidemias con millones de muertos.

Pero el Señor siempre reaparece, porque no se ha ido nunca. Los hombres de poca fe (entre los que están sus discípulos y casi toda la humanidad) necesitan verlo para creerlo. Necesitan tocar sus llagas, besar sus manos, sentir su presencia como un ser vivo. No somos capaces de esperarlo a la puerta del sepulcro, sabiendo que Dios se nos ausenta muchas veces, parece que nos ha abandonado (como los discípulos lo abandonaron a Él), pero siempre regresa, como vuelve la primavera que florece en San Lorenzo, porque parecía que se ocultaba, pero no se había ido.

Dios no ha muerto, ni morirá nunca. Es el hombre quien lo mata. Es el odio de la plebe y la cobardía del poder, como en Jerusalén, hace más de dos mil años. Pero el poder del hombre sólo se expresa en una muerte efímera, contra la que triunfará la Vida, que es el Gran Poder. Sus puertas, antes o después, se abren. Para que lo vea quien pueda ver, para que crea quien pueda creer. Y Él seguirá mirando al frente, sufriendo pero en su sitio, enseñando el camino para seguirlo en la eterna zancada.

José Joaquín León