HAN pasado más de dos meses desde que empezó el confinamiento, estamos en la fase uno y pico, y nos hemos dado cuenta de que mascarilla no sólo rima con Sevilla, con maravilla, con silla, o con tortilla, sino también con Illa. Es ahora el ministro por excelencia del mando único. Han pasado más de dos meses de ruina, y por fin ha decidido que el uso de la mascarilla debe ser obligatorio en los espacios públicos. Aunque al final, se ha arrugado un poco, y ha abierto la trampita: siempre que no puedan guardar las distancias. En Marruecos es obligatoria, por citar un caso próximo. De allí siguen saliendo pateras, que no entran por los ocho puertos internacionales permitidos, sino a su aire. Pero las mascarillas son imprescindibles para los marroquíes. Y viajar a España está prohibido; excepto que sea en patera, ya digo.

El ministro Illa, converso de la mascarilla, se ha justificado. Es una medida que le han pedido los presidentes autonómicos. Por eso la aprueban. Por el contrario, el presidente autonómico de Andalucía, Juanma Moreno, le ha pedido que permitan a los andaluces viajar entre provincias de la misma fase, como si fueran vascos, y eso no se lo ha aprobado. Tampoco que Málaga y Granada pasen a la fase 2 a la vez que en el resto de Andalucía, una vez que ya les hicieron la faena. El ministro Illa no va a conceder todos los caprichos a los presidentes autonómicos, en su cogobernanza. Ni siquiera al vicepresidente andaluz, mientras doña Inés salva al Tenorio.

El ministro Illa se ha dado cuenta, a buenas horas mangas verdes, de la utilidad de la mascarilla. Vente pa Sevilla, Illa, y verás las calles y las terrazas, y los supermercados y las tiendas. Es para acongojarse. Se entiende así la obligatoriedad de la mascarilla. Antes no servían para nada, porque no había. Pero ahora, gracias a las que han comprado en China, en el País Vasco y en otros lugares no especificados, tras varios timos, haberlas haylas. Y no es sólo que sean necesarias, que lo son (¿acaso mil millones de chinos las usaban por gusto?), sino que además hay que venderlas.

Más difícil es convertir a la causa de la mascarilla a Fernando Simón. Le tocó un duro papel: negar las evidencias, bajo la base científica. Ahora se le nota el mosqueo. Pero no pierdan la esperanza de que elogie algún día la mascarilla. La gente mala (mala de verdad) dice que si se la hubiera puesto Fernando Simón, hace dos meses, a lo mejor no hubiera estado malito con el coronavirus. Pero se quedó inmunizado de rebaño, y ya no la necesita.

Por el contrario, Illa es el nuevo apóstol de la mascarilla. Laus Deo.

José Joaquín León