AL empezar los colegios, regresan los veraneantes. En Sevilla, el veraneante no tiene nada que ver con el turista. El arte de veranear consiste en irse de la ciudad en julio y volver lo más tarde posible. Los más relajados para cuando los hijos o los nietos empiecen sus clases. Eso era así incluso cuando Javier Imbroda se dedicaba entrenar al Caja San Fernando de baloncesto, y le importaba poco una ratio o un PCR. El regreso del veraneante era el anticipo del otoño. La nueva normalidad, pero de verdad, no la que se ha inventado Pedro Sánchez para la cogobernanza con Juanma Moreno. En Sevilla, cuando volvían los veraneantes, ya abrían todas las tiendas, bares y demás negocios que habían sobrevivido.

Los veraneantes y las veraneantas volvían con buen color, ese moreno costero, que denotaba muchas horas de bronceado al sol de Chipiona, Matalascañas, La Antilla, Fuengirola, u otras playas del litoral andaluz. Pues el veraneante siempre fue un ser de cercanías, que se afincaba (pero no se confinaba) en su chalé o su pisito de la costa de Huelva, Cádiz o Málaga, donde se quedaba a verlas venir, ajeno a los días de 42 grados a la sombra.

También hay veraneantes no playeros, los residentes en chalés o pisos en pueblos de la provincia. En algunos todavía se practica la costumbre de dedicar la planta baja a la habitabilidad del verano y dejar las de arriba para el invierno. Como dos casas en una. Estos veraneantes no eran de playa, sino de piscina o secano. Veraneantes del Aljarafe, la Sierra Norte, la Sierra Sur, o aunque sea en Montequinto, donde disfrutaron temperaturas más frescas que en Sevilla. Sin ser como Asturias tampoco.

El coronavirus los ha fastidiado, como a todos. Al veraneante ya no se le mira como antes. Ni en destino, ni en origen. Hasta el consejero de Salud, Jesús Aguirre, que es cordobés, ha aludido al regreso de los veraneantes como un aspecto a tener en cuenta para los contagios. En los pueblos de la costa andaluza han salvado la temporada estival (en algunos casos, bastante bien) gracias a los veraneantes y sus residencias, que nunca fueron segundas, sino las de verano. Los esperaban desde mayo como agua de julio y agosto, pero otros lugareños los han mirado con recelo. Como si sólo llegaran para contagiar.

En el regreso a Sevilla los siguen mirando con recelo, ahora raros en su ciudad. Algunos hasta los esquivan, por no saber con quienes se han juntado, como si fueran Neymar, que se contagió por ir a Ibiza. Así el veraneante del 2020 se ha convertido en una bala perdida, en un apestado, en un potencial contagiador.

José Joaquín León