LA gente con mala memoria histórica ya no se acuerda, pero cuando aprobaron la fiesta de la Constitución, en la década de los 80 del siglo pasado, intentaron cargarse la fiesta de la Inmaculada. Y dijeron que era una barbaridad tener dos días festivos tan seguidos, precisamente en diciembre, el mes de la Navidad y la Nochevieja, con lo cual se añadía un puente que era descomunal. Ese puente de la Constitución y la Inmaculada iba a ser una ruina para España, según dijeron las lumbreras de la economía progresista de entonces. Pues no se podría trabajar en las fábricas y se frenaría la producción muchos días. Un sector del progresismo (los devotos de Karl Marx) vivía anclado en la revolución industrial y no intuyó el efecto beneficioso de la medida: potenciaría el turismo nacional. De la necesidad se hizo virtud.

Por entonces, en el turismo nacional no confiaba nadie. La generación de nuestros padres, antes de que se aficionaran a los viajes del Imserso, se movía poco, salvo excepciones. Apenas salían a los pueblos de los alrededores los fines de semana, o a veranear en las costas de Cádiz, Huelva y Málaga. Se les llamaba veraneantes. Los más leídos que cruzaban fronteras se creían viajeros, como en los tiempos de Richard Ford y el costumbrismo de los románticos. De ningún modo un español se consideraba turista. Un turista era extranjero, o no era.

Ha quedado olvidada la revolución industrial. Los marxistas de hoy se camuflan bajo nombres genéricos, como de marcas blancas: Podemos, Más país, Sumar... No son marxistas como aquellos estalinistas de pelo en pecho. Ahora se siguen purgando, pero sin ejecuciones, afortunadamente. El caso es que la revolución evolucionó. Pasamos después a los tiempos de la segunda modernización, como la llamaba Manuel Chaves, con la investigación, desarrollo e innovación. También se ha quedado eso en la antigüedad. Ahora lo que mola es la inteligencia artificial.

Como los robots pueden sustituir a los seres humanos, es una suerte tener tantos días de vacaciones. Cuantos más, mejor. El centro de Sevilla estaba colapsado la semana pasada. Había más gente viendo lucecitas que el Domingo de Ramos en la calle Francos con el trenecito de las cofradías. Los hoteles estaban llenos. Los restaurantes y bares repletos. En todas partes había colas. Y, como en el extranjero no celebran el día de la Constitución española, y en algunos países tampoco la Inmaculada, se supone que una gran parte de los turistas eran del país.

La gente se ha aficionado a viajar, aunque odia a los viajeros cuando no son ellos mismos. A eso se le llama turismofobia. Y también eso pasará, cuando viajen los robots en cohetes.

José Joaquín León