SON malos tiempos para la lírica. Cierran librerías de proximidad y pocos leen poesía. Así pasa lo que pasa. En las paredes han aparecido pintadas contra los turistas. Estaríamos locos si le diéramos altavoz a todo lo que un carajote puede escribir en una pared, o incluso en las redes sociales, que puede ser parecido a un muro, y no el de Berlín precisamente. Pero es sintomático que prolifere una corriente que defiende una Sevilla sin turistas. Es lo contrario que se decía hace un siglo, cuando el apócrifo Abel Infanzón, creatura del poeta sevillano Antonio Machado, escribió: “¡Oh maravilla, Sevilla sin sevillanos, la gran Sevilla!”. Sobre eso se ha debatido en el último siglo. También sobre la relación de Luis Cernuda con Sevilla. Pero, como ya pocos leen poesía, se ha llegado a la conclusión contraria. Es mejor una Sevilla para los sevillanos y sin forasteros. Lo mismo que dice Junts en Cataluña.

Entonces nos inquieta esa pregunta del millón: ¿es mejor una Sevilla sin sevillanos, o una Sevilla sin turistas? Una Sevilla sin sevillanos no sería Sevilla, por definición. No sería la Gran Sevilla, sino una Sevilla extinguida. Aunque sea por algo perogrullesco: porque Sevilla es el lugar donde nacen y viven los sevillanos, sean predilectos por su nacimiento o adoptivos por su elección. Sin olvidar que todas las familias sevillanas vinieron de fuera, desde la repoblación primera de Fernando el Santo. Basta con mirar el árbol genealógico. Sevillanos con familias que residen aquí desde 1248 no quedan tantos como se pudiera imaginar.

Los forasteros de antaño eran emigrantes o viajeros de temporada. Se suele suponer que los viajeros eran intelectuales, como Richard Ford o Théophile Gautier, y que los turistas se tragan algunas discutibles monsergas que cuentan los guías. Pues cada año hay más guías y más turistas, que se van documentando sobre las curiosidades locales. Pero los viajeros ilustres del XIX y el XX escribieron muchas tonterías sobre Sevilla. Algunas de sus visiones, como las del poeta argentino Oliverio Girondo hace un siglo, son terribles. La erudición del viajero no garantiza nada, porque a veces no se enteran de las pintorescas costumbres locales, las caricaturizan y es peor. No todos han sido como Joseph Peyré escribiendo de la Semana Santa.

Sevilla sin turistas sería la Gran Ruina. Es verdad que sería más cómoda para los sevillanos, y que no sería necesario reservar en los bares y restaurantes, y que no inaugurarían tantos hoteles. Pero quizá se llenaría de mendigos, en vez de turistas. Y quizá las casas palacio en ruinas se destinaran para okupas. Nunca se sabe lo que es peor. La Gran Sevilla lírica depende de un equilibrio, se pasea por un alambre. Debajo está el vacío.

José Joaquín León