HOY se cumplen 25 años de la clausura de la Expo 92. Aquel 12 de octubre tuvo un color especial en Sevilla. Fue una jornada en la que hubo de todo: desfile militar, corrida de toros, recepción de los Reyes en el Pabellón Real y la ceremonia de clausura. El Rey Juan Carlos I, en su discurso, afirmó que “el gran impulso nacional del 92 ha mostrado la fuerza de España”. Terminaban las visitas a los pabellones, hasta llegar a 40 millones. A la ceremonia de clausura en el lago asistieron 100.000 personas. Cuando todo acabó, quedó el sentimiento de una pérdida irrecuperable.

Cartuja 93 nunca fue lo mismo. Por mucho parque tecnológico, por mucha I+D+i, por muchas empresas, por muchos trabajadores, por muchos jaramagos, por muchas leyendas urbanas, por muchos pabellones recuperados, por muchos pabellones destruidos, nunca sería igual. Porque se perdieron costumbres que ya formaban parte de nuestras vidas. Algunos conservamos el pase de temporada, como si fueran las estampas de una primera comunión, como algo que se integra en un pasado íntimo. Aquellos pasaportes sellados en los pabellones evocaban un paraíso perdido, otra galaxia de la que huimos.

Han pasado 25 años y el mundo ya no es como era. La celebración, a pesar del interés que han puesto Julio Cuesta y los miembros de la Asociación Legado Expo, ha dejado un regusto agridulce, una pátina de nostalgia. Porque es bonito recordar, pero es triste asumir que aquellas realidades se desvanecieron.

Y no sólo se perdió la Expo. El Rey de entonces, Juan Carlos I, es Rey emérito, y olvidan su enorme papel para consolidar la democracia en España. El presidente del Gobierno de entonces, Felipe González, es una reliquia del PSOE. El vicepresidente de entonces, Alfonso Guerra, es un profeta que dijo que a España no la reconocería ni la madre que la parió.

La Expo 92 coexistió en el tiempo con los Juegos Olímpicos de Barcelona, conseguidos gracias a Juan Antonio Samaranch, un catalán que se sentía español. Nunca España había ganado tantas medallas. Las gradas se poblaron de banderas españolas y senyeras. Jordi Pujol vivía tranquilo.

En Sevilla se decía que aquel 92 era el año de España. El alcalde, Alejandro Rojas-Marcos, empezó a soñar con unos Juegos Olímpìcos sevillanos para prolongar el sueño de la Expo. Pasado el tiempo, algunos sueños se convirtieron en pesadillas.

José Joaquín León