NO importa que estemos en un periodo de sequía. En Sevilla se mira al cielo por costumbre, cada vez que sale una procesión, aunque sea la Virgen de los Reyes el 15 de agosto. Por extensión, lo mismo se puede decir de cualquier evento o celebración, como la Cabalgata de los Reyes Magos, que está amenazada por malos pronósticos. Ante el riesgo de lluvia, se espera siempre lo mejor, aunque sea un milagro de última hora. Un arco iris que ilumine el Aljarafe. Por eso, cambiar las tradiciones se puede hacer en Alcalá de Guadaíra o en San Juan de Aznalfarache, que están ahí mismo, pero en la ciudad de Sevilla todo debe ser cuando le toca, o ya no sería lo mismo. Una cabalgata en la tarde del 4 de enero sólo sería un heraldo con carrozas.

Con la lluvia se mantiene una relación de odio y amor. Cuando Sevilla mayormente dependía de la agricultura, ni que decir tiene que era importantísima la lluvia. Más recientemente, en la década de los 80 y principios de los 90 del siglo pasado, sufrimos restricciones en el abastecimiento de agua y en los riegos. Algunos jóvenes de la nueva política no lo habrán vivido, o no lo recordarán. Salieron procesiones de rogativas por la lluvia, que no son un invento arcaico de los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX (cuando organizaban frecuentes procesiones, sobre todo con el Cristo de San Agustín, pero también con Pasión, el Gran Poder o el Cachorro). La última gran procesión de rogativas por la lluvia se organizó en 1993, con la Virgen de los Reyes, que salió muy sobria, con manto morado y sin el palio de tumbilla, por decisión del entonces arzobispo, Carlos Amigo Vallejo. La Patrona ya había salido algunos años antes, en 1981, por el mismo motivo.

La sequía sevillana no es una consecuencia del calentamiento global, ni tiene toda la culpa Donald Trump. Eso se sabe por la abundancia de rogativas históricas. Con lo cual también se aprecia que las procesiones extraordinarias empezaron a salir desde que las imágenes sagradas arraigaron en la religiosidad sevillana (también en la andaluza y en la española).

Mirar al cielo es una costumbre que nunca se debería perder. Por muchos satélites que anticipen el tiempo, siempre quedará un margen de sorpresa. A esa sorpresa se le llama milagro. Mirar al cielo siempre es bonito y limpio, porque allí es donde a veces brotan los milagros de la esperanza. Así nunca se pierde la ilusión.

José Joaquín León