A pesar de lo que digan en el Congreso del PSOE, de cara a la galería y con brindis al sol, después está la realidad del día a día. Ir partido a partido, que dijo Simeone. O ir elecciones a elecciones, que dirían ellos. Y es evidente que el PSOE, el partido con más historia de los que todavía quedan, se encuentra en una encrucijada, en un tiempo diferente, que le obliga a una mayor imaginación si quiere seguir en el poder. Hasta ahora Pedro Sánchez sólo se ha movido en un corto plazo, con el objetivo de llegar a la Moncloa y mantenerse después. Ese trayecto se le complicó, porque se encontró con una pandemia inesperada, que gestionó mal al principio; y que mejoró cuando dejó de gestionarla su Gobierno y le traspasó la cogobernanza a las autonomías, que se han encargado de vacunar y recuperar la normalidad. Está bastante tocado, pero no hundido. La oposición no ha rematado la faena.

EL presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, ha aceptado el reto de ser tan populista o más que la vicepresidenta Yolanda Díaz. A la vista de lo bien que funciona esta señora en las encuestas del CIS, con medidas de “aquí invito yo”, ha decidido subirse al carro. Entre los dos están empeñados en un objetivo evidente: conseguir el voto joven para ganar las próximas elecciones. Mientras Pablo Casado y los del PP organizan cónclaves para decir que están muy unidos, los otros son más prácticos. Se han enterado de lo que sucedió en Alemania, donde los jóvenes que votaban por vez primera optaron por Los Verdes, seguidos por los liberales del FDP, y le dieron la espalda al bipartidismo tradicional. Así que van a por ellos.

NUESTROS políticos han prestado poca atención a las elecciones de Alemania, quizá porque no las pueden aprovechar a su favor. O porque dejan un escenario que recuerda al nuestro y no les gusta: la fragmentación del voto y el riesgo de la ingobernabilidad al no existir un liderazgo fuerte. Angela Merkel ha gobernado con una gran coalición de la CDU y el SPD, que sólo podía presidir ella. Era una líder fuerte, capaz de lograr un pacto entre dos partidos antagónicos, que se turnaban en el poder tras la II Guerra Mundial. Es como si en España un líder del PP hubiera sido capaz de gobernar con el PSOE, ofreciéndole ministerios importantes. Algo que parece imposible.

LA salida de Susana Díaz del Parlamento de Andalucía estaba cantada por las esquinas de Triana. Ha salido con un cargo de senadora y con la presidencia de la Comisión de Industria del Senado. Se suele decir que el PSOE nunca deja tirados a los suyos y los cuida, a diferencia de otros partidos. Puede ser por dos motivos: porque siempre tienen más cargos para repartir y porque no quieren dejar a víctimas quejándose por los vericuetos de la política. A veces se ha hablado de patadas arriba, como cuando nombraron a Manuel Chaves vicepresidente del Gobierno para que dejara la presidencia de la Junta. Otra patada hacia arriba se la dieron a María Jesús Montero, a la que nombraron ministra de Hacienda y después portavoz del Gobierno, aunque ya no es portavoz, ni tampoco la candidata a presidir la Junta, como intentó Pedro Sánchez, hasta que la conoció mejor. Después designó a Juan Espadas como su hombre de confianza.

SE le debe reconocer a Pablo Iglesias un éxito político que no puede empañar su salida por peteneras: ha puesto de moda el populismo. Llegó en el momento oportuno, después de Zapatero y con una crisis por medio, y aprovechó el movimiento de los indignados. Miles de ciudadanos compartían la indignación, en una España arruinada por ZP y sumida en la austeridad por Rajoy para evitar el rescate. Pero los podemitas no han buscado remedios para la indignación, ni desde la oposición, ni desde el poder. Por el contrario, han creado nuevos modelos de enfrentamientos y han recurrido al populismo y al odio ideológico como motor de una lucha de clases reciclada. Ya no es marxismo al estilo antiguo, ya no es la revolución, sino algo más sutil: conseguir el poder para seguir culpando de los males a otros y aumentar el odio para perpetuarse.