FUE un hombre que vivió y ejerció sus cargos con discreción. Manuel del Valle Arévalo ha muerto como vivió, fiel a sí mismo. Ha tenido la mala suerte de fallecer en los tiempos del coronavirus, pero de leucemia, lo que le ha restado protagonismo y furores necrológicos. Sin duda, a él no le interesaban las loas funerarias, por lo que tampoco le importaría. Pero Manuel del Valle fue muy importante en la Sevilla de la Transición. Fue el primer presidente democrático de la Diputación Provincial, desde donde se catapultó a la Alcaldía. Ejerció como alcalde durante ocho años, desde 1983, cuando relevó a Luis Uruñuela, hasta 1991, cuando le sucedió Alejandro Rojas-Marcos. Un alcalde socialista entre dos andalucistas.

LA Iglesia católica tiene en Sevilla un rol social y una importancia mediática muy superior al resto de España. Ni en Santiago de Compostela, ni en Toledo, ni mucho menos en Madrid o en Barcelona, le dan tanta importancia a su arzobispo, que aquí es una autoridad indiscutible. Por eso, lo que haga la Iglesia en Sevilla alcanza una repercusión que no es comparable a otros obispados. Para bien y para mal. En esta crisis del coronavirus, la Iglesia hará lo que debe hacer, como ha recordado el arzobispo, Juan José Asenjo, que es ponerse al lado de los pobres que ya existían y de los empobrecidos que se ven venir en el horizonte.

POR desgracia, esta crisis del coronavirus está abriendo una brecha entre los profesionales sanitarios españoles y los políticos. La gestión del Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias es patética. No se trata de buscar votos, ni de intereses políticos, sino de decir la verdad. Tenemos alimentos en los supermercados, que están abastecidos, aunque el Gobierno los culpó de la ruina de los agricultores, que también están funcionando bien. Pero falta material sanitario para los profesionales y para el público. Podemos comprar un kilo de naranjas, pero no una mascarilla para protegernos. Porque no llegan a las farmacias. Y, por si fuera, poco, el coordinador de Emergencias, Fernando Simón, que está demasiado nervioso, ha humillado e indignado a los farmacéuticos de toda España.

HUBO un tiempo feliz, antes del coronavirus, incluso antes de la crisis de 2008, en que los diarios venían llenos de anuncios para comprar segundas residencias. Era como un estatus para una sociedad que prosperaba con Aznar, que se reía con Zapatero, y que sucumbía a los encantos seductores del boom del ladrillo. No era una novedad, exactamente, pues desde siglos pasados en Sevilla hubo familias que pasaban el otoño, el invierno y la primavera en la ciudad, mientras que en verano se iban al chalé del Aljarafe, en Villanueva del Ariscal, en Valencina de la Concepción, en Olivares, en Salteras, en Gines o donde cada cual se buscaba el terreno. Las temperaturas aljarafeñas, más suaves y menos insoportables, siempre hicieron de reclamo.

EL tiempo quizás sea el bien más preciado que recibimos al nacer, pero es irrecuperable. En estos días aciagos de encierros, cuando hablamos de las pérdidas económicas, de las medidas del Gobierno y la Junta para paliarlas y de la gravedad de la crisis que nos espera, hay que valorar la devastación de los sentimientos que ha causado el coronavirus. Lo espiritual, más allá de lo material. En Sevilla se llevará por delante muchos negocios recientemente inaugurados, e incluso proyectos en construcción. Ese gastrobar que abrió en la calle Julio César, esa confitería familiar de Los Bermejales, esa tienda de la calle Francos puesta con tanta ilusión… Detrás de un negocio también hay personas, a las que el destino ha golpeado sin piedad.